Un homenaje a Rosa Luxemburgo y a Berta Cáceres
Voy a tratar de hacer un recorrido a toda velocidad –disculpen historiadores escrupulosos– sobre algunas cuestiones y paralelismos que espero enriquezcan el debate imprescindible sobre cómo enfrentar a la extrema derecha. Ya dijo el genio alemán aquello de que la historia se repite: primero como una gran tragedia, después como una miserable farsa. Quizá alguien vea simples coincidencias en el relato que voy a trazar. Ojalá ese alguien tenga razón. Ojalá, en cualquier caso, nunca lleguemos a comprobarlo. Como es bien sabido, cada ascenso de la extrema derecha se nutre de una previa revolución fracasada.
A principios del siglo XX una joven flor nacía al calor de la Comuna de París –fue engendrada y cultivada en la actual Polonia, semanas antes del estallido de la revuelta comunal–. Rozalia Luksemburg, o como fue más conocida aquí, Rosa Luxemburgo, buscaba otra revolución desde su adolescencia, quizá una revancha inconsciente que solo su memoria celular recordaba. Como internacionalista de acción y antibelicista de convicción que era, no le bastaban las posibles reformas que otros proponían y se tuvo que exiliar. Pese a ello, dio con sus huesos en la cárcel muchas veces por defender sus ideas. Se encontró en definitiva –como les suele pasar solo a las grandes almas– con la realidad de estar demasiado avanzada para su tiempo, tanto, que el gobierno socialdemócrata alemán liquidó la revolución espartaquista, y ella no sin antes haber podido gritar, refiriéndose a la revolución inevitable “yo fui, yo soy, yo seré”, acabó siendo brutal y trágicamente asesinada el día 15 de enero de 1919 por los Freikorps –una guerrilla paramilitar de exveteranos militares frustrados tras la derrota bélica, de esos a los que les gusta lo de fusilar–.
Cuatro años después, otros infraseres, inspirados por un engendro ególatra narcisista e histriónico –nota mental: recordar esta lista de epítetos– que se hacía llamar il Duce, dieron un intento fallido de golpe de estado que comenzó en una de las cervecerías más grandes de Munich, la Bürgerbräukeller, en la que los nazis llevaban calentando a la masa durante años mientras la bebida enfriaba sus gaznates. De ahí el nombre que se le dio: el putsch de la cervecería. Entre aquellos golpistas contra la República de Weimar sobresalían dos, Erich Ludendorff, que había sido uno de los generales y estrategas más brillantes en el bando prusiano en la Gran Guerra, y otro veterano mucho menos conocido, un austríaco llamado Adolf Hitler. El golpe por fortuna fracasó estrepitosamente y los responsables sufrieron solo unas pequeñas penas de cárcel, que se acortaron aún más con los indultos (aunque a alguno de ellos le dio tiempo a escribir un libro sobre su lucha), o directamente, en el caso del héroe de guerra Ludendorff, fueron absueltos.
A principios del siglo XXI, una joven nacida en Honduras llamada Berta Cáceres luchaba –desde que ayudó a la fundación del COPINH en 1993– contra lo que Pasolini definió ya en los setenta como el verdadero fascismo, por su capacidad de homogeneización y destrucción: la sociedad de consumo. Concretamente contra los proyectos que destruían el medio ambiente de Honduras mediante prácticas extractivistas –esto es, dame tus riquezas materiales que yo imprimo dólares apretando un botón, y encima te endeudo económica y ecológicamente– y también de otras muchas partes de la Latinoamérica del segundo expolio: hidroeléctricas, minería… Por su valentía y resistencia fue galardonada con el conocido como premio Nobel de Ecología, el Premio Goldman en 2015, por su defensa incorruptible de la tierra que la vio nacer y de la Tierra en mayúsculas. Quizá las primaveras, cuatro años antes, ayudaron a generar la conciencia global necesaria para que ella se llevase un premio que merecía, pero que la puso en el punto de mira, justo cuando la fuerza que esas primaveras habían desatado comenzó a flaquear –la revolución que no cuaja, otra vez–. Unos pocos años después de haberse quitado de encima al presidente legítimo Manuel Zelaya en 2009, mediante el típico golpe de estado habitual en la zona, con toda probabilidad, la misma mafia internacional que orquestó el golpe, orquestó su muerte. Ningún hombre y menos aún ninguna mujer iba a interponerse en el avance del progreso, debieron de pensar. Ocurrió, cosas irónicas que tiene la vida, en la localidad de La Esperanza, el 2 de marzo de 2016. Y como reza el dicho más repetido tras su asesinato, trataron de enterrarnos sin saber que éramos semillas. El COPINH prosigue su lucha contra el capitalismo destructor de la vida, entre otras con el apoyo de su hija, Laura Zúñiga.
Desgraciadamente, ahora mismo nos encontramos con una situación en la que los paralelismos que siguen son también realmente espeluznantes, capaces de ejercer propiedadades antigravitatorias en el vello de la piel sensible. El que probablemente pasará a la historia como el presidente más mentiroso –y, recordar nota: ególatra narcisista e histriónico – de la historia de Estados Unidos, Donald Trump, llevaba tiempo incendiando las mentes de los más inestables desde las cervecerías de la época –Twitter, las redes y los medios de masas son ahora los puntos de encuentro–. Su presidencia ha sido el reino de la posverdad: en cuatro años la lista de mentiras se acerca a las 20.000 , contabilizadas a un ritmo endiablado de una docena por día –las registradas–. Como 20.000 eran hace pocos días los soldados apostados en el interior del Capitolio, que, al pasar la noche allí, han dejado otras imágenes para la historia de este año que empieza fuerte, provocadas por las del asalto (el pasado Día de Reyes) de los Freikorps versión conspiranoide y bizarra. Menudo día de la Epifanía el del putsch del Capitolio. Entre los golpistas aún no conocemos nadie a quien temer que pueda compararse con Hitler, pero tal vez esto sea el entrante. Y Trump, il NeoDuce –imaginémoslo en la oposición o en la cárcel: ¿qué da más miedo?– de una época de conflictos aderezados con bulos cuyo gran primer plato puede no haber llegado, o puede estar al caer, teniendo en cuenta que según el FBI se esperan protestas en 50 Capitolios estatales a partir de este mismo 17 de enero.
Lo que no se podría tolerar es que los asaltantes no sean juzgados con dureza. Porque si hubieran sido negros se habrían pasado media vida entre rejas. Y lo sabemos todos, ellos también. Lo cual está incrementando la fractura más abierta en el país más armado del mundo –tienen varias del tamaño de la falla de San Andrés–. Si ante un precedente así las respuestas son tibias sanciones, que se acortan incluso mediante indultos o buenas conductas, se está sentando el peligroso precedente de identificar el hecho de tomar un Capitolio con un riesgo bajo, lo que estimularía más eventos similares, y quizá no solo en Estados Unidos. Además, igual a algún desconocido le da la vena creativa y escribe otro libelo de la paranoia que cala en la sociedad en el breve paso de un lustro, quién sabe. Lo que sí sabemos es qué vino después.
Volviendo a ellas dos, la rosa y la que se perdió en La Esperanza, tanto el asesinato de Rosa del que se han cumplido 102 años hace unos días, como el de Berta, responden a los mismos patrones, y simbolizan el exterminio de activistas y personas incómodas para la megamáquina capitalista. Hay cientos de casos cada año similares al de Berta. Ahora el enemigo principal del capital es una activista defensora de la tierra, de los ríos y las tribus originarias y sus codiciados recursos. Y en la época de Rosa, las matanzas estaban a la orden del día en la Alemania de la primera posguerra mundial, y en muchos otros lugares de conflicto de clase tras la revolución rusa, porque, si en aquella época lo que más podía incomodar al poder era una mujer, revolucionaria, judía y comunista, quizá en nuestra época lo que más incomodaba era otra mujer, revolucionaria, pero indígena y ecofeminista. Y ese cambio algo importante quiere decir.