Las últimas olas de calor nos dejan dos certezas, la primera es que necesitamos protegernos de estos fenómenos extremos que cada vez serán más recurrentes y agresivos, la segunda es que habilitar refugios individuales resulta inviable económica, energética y ambientalmente. Mientras el mercado se encargará de lucrarse refrescando a los privilegiados, lo público debería ejercer de salvaguarda colectiva del derecho a la salud.
Uno de los padres de la bioeconomía, Georgescu Roegen, afirmaba que la base de una acción ecologista se basaba en minimizar los remordimientos futuros. Hacer lo que sabemos que debemos hacer, decir lo que sabemos que toca decir. La adaptación de las ciudades a estos fenómenos meteorológicos extremos pasa, en el corto plazo, por desplegar una red de refugios climáticos, capaz de hacerse cargo del conjunto de la población durante las situaciones de emergencia. Y en el largo plazo, por renaturalizar el espacio urbano para mitigar el efecto isla de calor que provoca la concentración de asfalto y de materiales pétreos que retienen la temperatura.
Los refugios climáticos nos recuerdan que ante la crisis ecosocial colectivizar la satisfacción de nuestras necesidades va a tornarse un imperativo. A corto plazo nos toca actuar como las amebas, esos seres unicelulares que se comportan como tales mientras el ambiente se lo permite; pero si las circunstancias cambian y el entorno se vuelve hostil, tienen la capacidad de unirse y conformar un ser pluricelular que les permite sobrevivir, al funcionar consumiendo menos energía y recursos. En el caso de nuestras sociedades, esto pasa por asumir la nueva centralidad de la que deben disfrutar los equipamientos colectivos, entendidos como las únicas infraestructuras que pueden permitirnos descender el consumo de recursos y minimizar los impactos ambientales, a la vez que mantenemos calidad de vida. Ante situaciones de crisis se comportan como una navaja multiusos que de forma versátil puede resolver distintos problemas, haciéndose cargo de imprevistos y necesidades emergentes.
Barcelona sería una de las grandes urbes que está tratando de anticiparse, planificando intervenciones integrales como una red pública de doscientos refugios climáticos que se encuentran repartidos por toda la ciudad. Estos son diferentes equipamientos municipales y espacios públicos (bibliotecas, equipamientos de proximidad en los barrios y distritos de la ciudad, centros deportivos municipales, parques y jardines, escuelas y museos) que tienen otros usos pero podrán activarse como refugio de las altas temperaturas, especialmente para personas vulnerables al calor (bebés, mayores, enfermos crónicos, personas con menos recursos...). Esta iniciativa arrancó hace un par de años y ha ido evolucionando, incorporando un número creciente de equipamientos. Actualmente el 95% de la ciudadanía de Barcelona tiene uno de estos refugios a menos de diez minutos andando desde su casa, y el objetivo es que dentro de unos años lo tengan a menos de cinco minutos.
Una de las principales estrategias que se despliegan en los planes urbanos de adaptación al cambio climático es la renaturalización. Más allá de cuestiones estéticas o de las múltiples bondades ambientales y sociales que tiene renaturalizar los entornos urbanos (como se apunta en un reciente informe de Ecologistas en Acción), aumentar la vegetación y las superficies permeables supone la mejor forma de reducir el efecto isla de calor, contar con vegetación, arbolado y agua en el espacio público mejora el confort ambiental exterior, pero también contribuye a mejorar el confort en las viviendas, aportando un sombreado natural. A esto se pueden sumar soluciones como las cubiertas verdes, que mejoran el aislamiento térmico de los edificios.
Plantar árboles hoy y cuidarlos durante los próximos años, nos ofrecerá protección ante las olas de calor de las próximas décadas. Aunque en ciudades compactas y urbanísticamente consolidadas ganar suelo para la vegetación implica disputárselo a los coches, que acaparan un 75% del espacio público. Además de que las plantas invadan calles y azoteas, renaturalizar la inmensa red de equipamientos públicos supondría una oportunidad para aumentar el mosaico de piezas verdes en el centro de las ciudades. Refugios climáticos y estrategias de renaturalización pueden darse la mano, el paso corto y la mirada larga convergen en las mismas dotaciones públicas.
París es una de las ciudades más densas y con menor superficie de zonas verdes por habitante, así que en el marco del Acuerdo de París para luchar contra el cambio climático a nivel global, ha lanzado el Proyecto Oasis. Una imaginativa iniciativa orientada a renaturalizar los 800 patios escolares de la ciudad para 2050, lo que sumaría una superficie de unas ochenta hectáreas, si bien no serán totalmente recubiertas de plantas y arena, pues se reservarán espacios para la práctica deportiva. Estas islas verdes funcionarían como oasis, especialmente durante las olas de calor que en verano golpean con fuerza la ciudad. Se abordan como proyectos de rediseño participativo que implican tanto a la comunidad educativa como a entidades vecinales, pues se pretende que estos espacios puedan usarse por colectivos vulnerables durante los fenómenos climáticos extremos, y que puedan abrirse al público durante los horarios no lectivos.
Un enfoque al que se ha sumado Barcelona con una estrategia para convertir los patios escolares en refugios climáticos. El proceso de renaturalización incorpora componentes de agua, como fuentes o estanques, además de elementos vegetales; de forma que sirvan para refrigerar el ambiente en las zonas más densas y compactas del corazón de la ciudad. Además se fomenta el uso de los patios como espacios públicos para familias fuera del horario escolar, en fin de semana y en periodo de vacaciones escolares. Para ello hay un servicio de monitores encargados de ofrecer alternativas de ocio en un contexto seguro y de proximidad; así como de la apertura y supervisión de un buen uso de las instalaciones.
Por contraste, quienes habitamos en la región madrileña nos estamos acostumbrando tanto al abandono de lo público, como a ser abandonados por lo público. Aquí toda crisis (pandemia, Filomena, olas de calor...) se convierte en una oportunidad de negocio y en una ocasión para invitar a la gente a buscarse la vida, en vez de ocasiones para mostrar atención y cuidado por la población. Entre muecas y chascarrillos se ridiculizan las propuestas de crear refugios climáticos, se coquetea con el negacionismo, se cierran los parques o decenas de piscinas públicas permanecen cerradas durante las olas de calor y se manda literalmente a la gente a refrigerarse en misa o en el centro comercial.
Los refugios climáticos y la renaturalización urbana son modestos avances para lograr las transformaciones más ambiciosas y estructurales que necesitamos, pero forman un binomio del que no puede desentenderse ninguna agenda de transformación urbana: el cuidado de las personas y del entorno construido, una nueva sensibilidad hacia lo colectivo y hacia la naturaleza, defensa de la salud pública y caballo de Troya para el ecourbanismo.
Oscar Wilde bromeaba diciendo que la conversación sobre el clima era el último refugio de la gente sin imaginación. Ahora que estamos en plena crisis ecosocial, hablar de la importancia estratégica de los refugios climáticos es un síntoma de personas con capacidad de imaginar lo que está por acontecer y de responsabilizarse de lo que debemos hacer para adaptarnos.
Las últimas olas de calor nos dejan dos certezas, la primera es que necesitamos protegernos de estos fenómenos extremos que cada vez serán más recurrentes y agresivos, la segunda es que habilitar refugios individuales resulta inviable económica, energética y ambientalmente. Mientras el mercado se encargará de lucrarse refrescando a los privilegiados, lo público debería ejercer de salvaguarda colectiva del derecho a la salud.
Uno de los padres de la bioeconomía, Georgescu Roegen, afirmaba que la base de una acción ecologista se basaba en minimizar los remordimientos futuros. Hacer lo que sabemos que debemos hacer, decir lo que sabemos que toca decir. La adaptación de las ciudades a estos fenómenos meteorológicos extremos pasa, en el corto plazo, por desplegar una red de refugios climáticos, capaz de hacerse cargo del conjunto de la población durante las situaciones de emergencia. Y en el largo plazo, por renaturalizar el espacio urbano para mitigar el efecto isla de calor que provoca la concentración de asfalto y de materiales pétreos que retienen la temperatura.