A la Revolución Francesa le debemos la ilustrada idea de llenar de árboles el espacio público de las ciudades. Los árboles de la libertad se plantaban en las plazas de barrios y municipios, imitando lo sucedido tras la Guerra de Indepenencia Americana, de forma que estos monumentos vegetales conmemoraran con su crecimiento la llegada de las nuevas instituciones. Más de sesenta mil árboles se plantaron en ciudades y pueblos, convirtiéndose en un símbolo del regeneracionismo, encabezado por los sectores sociales más progresistas política y culturalmente de la época.
Víctor Hugo escribió un discurso para una de estas plantaciones donde afirmaba: «¡Un árbol es un símbolo hermoso y verdadero de libertad! La libertad tiene sus raíces en el corazón de la gente, como el árbol en el corazón de la tierra; como el árbol, levanta y extiende sus ramas en el cielo; como el árbol, crece sin cesar y cubre a las generaciones con su sombra».
Muchos de estos árboles fueron renombrados como “Árboles de Napoleón” durante el Imperio y ajusticiados durante la Restauración. No es de extrañar que durante la insurrección de 1848 o la Comuna de París se volvieran a plantar estos árboles cargados de valores. Y es que partiendo de este simbolismo, el arbolado urbano se expandió de forma muy acelerada por Europa y lentamente se fue consolidando como una nueva realidad que se incorporaba a la planificación urbanística.
Posteriormente, ante la expansión de la ciudad industrial y la conformación de entornos urbanos inhabitables, el higienismo reivindicó la importancia de los árboles para mejorar la calidad del aire. Desde entonces se ha superado esa mirada unidimensional, para reconocer como la presencia de naturaleza en las ciudades refuerza el bienestar de sus habitantes de forma integral. Reverdecer va mucho más allá de embellecer y mejorar el confort ambiental, implica sorprendentes beneficios para la salud y el bienestar individual, mejora la cohesión social, rehabilita las relaciones interpersonales e intensifica el funcionamiento de los espacios públicos.
La historia del verde en las ciudades oscila entre una arqueología de los privilegios de las élites y una crónica de las luchas sociales reivindicando parques o huertos urbanos, una pugna entre la ingeniería y los modelos utópicos de ciudad, un conflicto entre las veleidades esteticistas del arte y una necesidad vital para las masas, una tensión entre el capricho y lo imprescindible.
Hoy sabemos que salud pública, justicia social y sostenibilidad, están más entrelazadas que nunca en cualquier futuro que imaginemos para la ciudad. En medio de una emergencia climática la renaturalización puede simultáneamente mejorar y salvar vidas, reequilibrar territorios y ecologizar los entornos urbanos. Los árboles son como una navaja suiza que nos ofrece soluciones a múltiples problemas.
El gran sociólogo Jesús Ibáñez describía el paso a la sociedad de consumo a través del zumo de naranja. Una vez que se empezó a industrializar su producción y envasar, la publicidad se esforzaba por remarcar que se trataba de zumo natural aunque ya no lo fuera. Posteriormente aparecieron los refrescos de naranja, donde cada vez había menos naranja pero el producto era de un color y un sabor más intenso. Según desaparecía la naranja real más presencia simbólica tenía lo naranja en su apariencia y en su descripción. Ayuntamientos como el de Madrid tiene una relación similar con su arbolado y sus zonas verdes. Discursos verdes y prácticas grises, palabras grandilocuentes que las políticas desmienten.
Según datos del propio ayuntamiento se han perdido 78.616 árboles, un quinto de su masa arbórea madura. De estas pérdidas 21.000 se atribuyen a Filomena, lo que deja un saldo de algo menos de 15.000 árboles talados cada año de mandato. Tras esta cifras escandalosas se encuentra la desaparición de árboles en plazas y calles emblemáticas; las intervenciones sobre parques consolidados artificializando suelos y talando ejemplares; o las malas prácticas jardineras asfaltando y cementando árboles hasta el tronco. A esto se sumaría el sellado masivo de alcorques, pues vacíos incitan a imaginar lo que podría haber y sellados son una invitación al olvido y la resignación; así como el ataque a proyectos comunitarios como el Bosque Urbano de Barajas o el Huerto de Lavapiés. Y por último, asistimos a plantaciones masivas que se descuidan y terminan convertidas en bosques fantasma.
Y Madrid se fundió con el bosque decía la propaganda institucional del Bosque Metropolitano. La realidad es que durante el próximo verano se fundirá con el calor que emane del asfalto y del cemento. Hubo un tiempo, con Agustín Rodríguez Sahagún de alcalde, en que la ciudad plantaba un árbol y ponía una placa con el nombre de los recién nacidos. Una forma de generar un vínculo singular entre una persona y un árbol, y otro colectivo entre habitantes y naturaleza. Hoy el alcalde les regalaría un coche de juguete.
Una sociedad que prospera bien es aquella donde las personas plantan árboles cuya sombra saben que no disfrutarán, afirmaba un proverbio griego. ¿Qué podríamos decir de aquella dispuesta a talar sus árboles de forma acrítica por no perjudicar al tráfico motorizado? La incompetencia, la incapacidad de pensar a largo plazo y la falta de sensibilidad ambiental resultan especialmente dolorosas cundo vienen de instituciones que deberían estar liderando procesos de renaturalización urbana.
Menos mal que nos queda la ciudadanía. Los tejidos vecinales llevan décadas luchando por defender los árboles y las zonas verdes, pero además están protagonizando proyectos como el Bosque Urbano de Barajas donde la gente lleva años construyendo un parque forestal en un enorme solar, o los 70 huertos comunitarios que autogestionan zonas verdes, jardines donde se producen alimentos y se cosechan relaciones sociales. Una creatividad que se encuentra en otras geografías como el proyecto Alba, Acción Local por un Bosque Autóctono, que está plantando el primer bosque miyawaki en una antigua escombrera de Getafe; las gentes del Bosque Urbano de Málaga que llevan años luchando de forma ejemplar por un pulmón verde en unos antiguos terrenos industriales.
Talan los árboles para que renunciemos al bosque, cortan los troncos para evitar que arraigue un modelo de ciudad alternativo.
A la Revolución Francesa le debemos la ilustrada idea de llenar de árboles el espacio público de las ciudades. Los árboles de la libertad se plantaban en las plazas de barrios y municipios, imitando lo sucedido tras la Guerra de Indepenencia Americana, de forma que estos monumentos vegetales conmemoraran con su crecimiento la llegada de las nuevas instituciones. Más de sesenta mil árboles se plantaron en ciudades y pueblos, convirtiéndose en un símbolo del regeneracionismo, encabezado por los sectores sociales más progresistas política y culturalmente de la época.
Víctor Hugo escribió un discurso para una de estas plantaciones donde afirmaba: «¡Un árbol es un símbolo hermoso y verdadero de libertad! La libertad tiene sus raíces en el corazón de la gente, como el árbol en el corazón de la tierra; como el árbol, levanta y extiende sus ramas en el cielo; como el árbol, crece sin cesar y cubre a las generaciones con su sombra».