El asesinato de Isidro Baldenegro, Laura Vásquez y Emilsen Manyoma ha vuelto a poner el foco en la terrible realidad que viven las personas activistas por la defensa de la naturaleza y los derechos humanos en muchos lugares del planeta. En los últimos dos años más de 340 personas han sido asesinadas debido a su lucha por defender la tierra y las personas que viven en ella.
A través de las noticias de los asesinatos de defensores y defensoras de la tierra y de comunidades rurales, sabemos que el plan para perseguir y reprimir a quienes denuncian la concentración de la tierra y el desplazamiento de comunidades en favor de las grandes empresas e inversores, es cada vez más cruento.
Hace unas semanas fueron Isidro Baldenegro, Laura Vásquez y Emilsen Manyoma. En 2016 Berta Cáceres, Gloria Capitán, Macarena Valdés; en 2013 Exaltación Marcos; en 2010 Bety Cariño; y podríamos seguir con una lista de cientos de personas que pagaron con su vida el precio de enfrentarse a los poderes económicos y políticos encarnados en proyectos de grandes corporaciones y gobiernos a su servicio. Bien saben que el poder de los grandes capitales depende de que la gran masa de desfavorecidos pueda construir una fuerza social decidida que les plante cara. Para evitarlo mandan a sus sicarios, que atemorizan y cercan a los movimientos sociales y campesinos que desafían el paradigma económico capitalista asentado en el saqueo de pueblos y ecosistemas.
A quienes entendemos el ecologismo como parte de nuestra vida, o mejor dicho, a quienes no entendemos la vida sin ser ecologista –porque significa defender lo que nos permite estar vivas–, estos asesinatos nos producen mucho dolor. Muchas veces las y los ecologistas somos estigmatizadas por los medios, los gobiernos, e incluso por personas cercanas, como opositoras al desarrollo y al progreso, al futuro. En nuestras latitudes, oponerse decididamente al fracking, al recrecimiento de un embalse o a la construcción de viviendas de lujo en un espacio protegido, puede costar detenciones, multas, fianzas multimillonarias o directamente tener que abandonar tu pueblo ante las amenazas directas o encubiertas. Defender lo común: un río, un bosque, la atmósfera... es algo complicado en este mundo global en el que las prioridades vienen marcadas por las Bolsas. Allí, donde los recursos son más numerosos y valiosos y donde inversores y empresas extranjeras campan a sus anchas sin el más mínimo control gubernamental, el panorama para las activistas por el medio ambiente es terrorífico y la situación no parece que vaya a mejorar.
Seguirán muriendo ecologistas. ¿Cómo habría de no hacerlo si los responsables de estos asesinatos cuentan con total impunidad? Detrás de estas muertes hay nombres conocidos. Laura Vásquez o Exaltación Marcos Ucelo se enfrentaron a la minera San Rafael, propiedad de la empresa canadiense Tahoe Resources. Berta Cáceres luchaba contra la empresa hidroeléctrica Agua Zarca, con financiación holandesa (FMO) y finlandesa (FinnFund) entre otras; Macarena Valdés contra la empresa hidroeléctrica RP Golgal. Empresas con grandes memorias de responsabilidad social corporativa, cuyas páginas no recogen la violencia que ejercen contra comunidades enteras que defienden lo que han sido sus tierras desde hace siglos y que por haberlas cuidado como una parte más de su vida conservan los recursos codiciados en los mercados internacionales.
Poco importa que estos recursos se encuentren en espacios protegidos –como los bosques vírgenes de la Sierra Madre mexicana que defendía Isidro Baldenegro– o que sean simbólicos para las comunidades que los habitan –como el río Gualcarque que protegía Berta Cáceres, sagrado para la comunidad lenca–. Lo que queda es un territorio degradado, a veces altamente contaminado, y pueblos que pierden sus tierras, sus formas de subsistencia y sus raíces. Con buena lógica las comunidades afectadas se organizan en resistencia contra estos proyectos.
Con los límites ecológicos del planeta sobrepasados desde hace décadas y el cambio climático deteriorando los ecosistemas claves para la supervivencia de la humanidad; la violación de los derechos de las comunidades campesinas y el saqueo de la naturaleza por la fuerza no hará más que empeorar, porque habrá menos tarta a repartir. Ante la imposibilidad de multiplicar los panes con un milagro –los recursos son los que hay aunque la economía al uso se empeñe en tratarlos como si crecieran de forma ilimitada– parece clara que la estrategia es acabar con quienes pretenden cambiar las reglas de la banca.
A veces el exterminio se enmascara con guerras que tienen mucho que ver con el deterioro de los ecosistemas de los que subsistían muchas de las personas que hoy buscan refugio, por ejemplo en Europa. Otras veces el método consiste en criminalizar a quienes defienden los derechos humanos y ambientales y en asesinar a las líderes de los movimientos de resistencia. Mientras tanto, quienes cometen los crímenes trabajan para blindar cada vez más esa impunidad de la que ya gozan, por ejemplo a través de los mecanismos de arbitraje para demandar a los Estados cuando dejan de favorecer sus intereses.
Seguirán muriendo ecologistas mientras el mundo siga funcionando del modo en que lo hace ahora. El reparto de fuerzas es desigual y el capitalismo cuenta, a día de hoy, con potentes herramientas para mantener su predominio. Y sin embargo, ¿vamos a asumir como una realidad inevitable que mueran asesinadas las personas que defienden el medio ambiente y los derechos humanos? A pesar de la enorme tarea que supone cambiar el rumbo y revertir esta violencia, es necesario continuar creando y apoyando las vías alternativas que pueden hacer este cambio posible. Es imprescindible que movimientos sociales, organizaciones no gubernamentales de toda índole, gobiernos y administraciones tomen parte en la batalla global que supone la defensa del territorio y sus recursos; e introduzcan en sus agendas la obligación de acabar con la represión que sufren quienes luchan para que las generaciones futuras puedan vivir dignamente.
Para ello hay que seguir desenmascarando al poder corporativo, dando a conocer no solo los asesinatos de activistas, sino las condiciones de vida a las que condenan a millones de personas. Y, por supuesto, acabar con la impunidad de la que gozan quienes cometen estos crímenes. Los Estados e instituciones supraestatales deben establecer mecanismos que castiguen a las empresas que están detrás de proyectos que se cobran vidas para ser llevados a cabo. Justo lo contrario que pretenden los tratados comerciales que, como el TTIP y el CETA, blindan a estas grandes corporaciones frente a los derechos de la ciudadanía y el medio ambiente. Para ello deben dar voz y protección a las comunidades que sufren violencia e intimidación como norma por defender la naturaleza.
Seguirán muriendo ecologistas mientras la prioridad sea maximizar beneficios en vez de vivir dignamente y en paz con el planeta. Enfrentemos a quienes asesinan en la impunidad con la certeza de que no son muertes inevitables y sigamos construyendo un cambio ecosocial que nos permita enfrentar a los poderes fácticos que nos empujan a un escenario aun más aterrador.
Como decía Berta Cáceres, no nos queda otro camino más que luchar.