Me resisto a presentar el ascenso electoral de la ultraderecha como un síntoma o como una coyuntura. La irrupción de Vox, la elección de Bolsonaro o de Trump, el ímpetu racista de Salvini o de Orbán son más bien un oleaje producto de un mar de fondo. Una marea inhóspita que viene cobrando fuerza en las últimas décadas. La ultraderecha es un producto mediáticamente refinado por sectores neoliberales (empresariales, financieros, mediáticos) que han alzado su vuelo con alas muy conservadoras, comprometidas con la defensa de un orden y de unos privilegios.
Bolsonaro es hijo del grupo parlamentario de la BBB, como dicen por Brasil: bala, buey y biblia, correspondiendo a tres bancadas parlamentarias que se identifican con quienes medran a la sombra de la militarización del país, la defensora del agronegocio y la proveniente del sector evangélico. Vienen siendo mayoría en el Congreso brasileño. No dudaron en apoyar el golpe de Estado frente a Dilma Rousseff. En Brasil, como en otros lugares del mundo, esta ultraderecha se benefició de las promesas no cumplidas y las corruptelas no señaladas por una izquierda cómoda en la cogestión de grandes parcelas del neoliberalismo. Pero sobre todo adquirieron aire con los poderosos grupos mediáticos evangelistas y sus acólitos (Iglesia Universal del Reino de Dios, televisiones como Record TV, periódicos, canales en youtube) a los que bombardearon con su subpolítica de los memes: aquella que sólo caricaturiza y promueve el odio como fundamento político, siguiendo la doctrina Bannon.
De la misma manera, para entender a Trump hay que hablar de élites y de una cultura derechizante reconocida como la Alt-Right: publicaciones en internet como Breitbart, youtubers y canales volcados con la magnificación de sucesos de inseguridad y la propaganda racista, televisiones como Fox, etc. Compañías eléctricas, petroleras y automovilísticas vieron en Trump un camino contrario a Obama y directo para frenar directivas contra el cambio climático, otras que impidieran el control de emisiones tóxicas de sus centrales y prospecciones o que pusiera fin a los sobornos en países que dan el visto bueno a sus negativos impactos ambientales.
¿Y Vox? Crece alrededor de discursos racistas, denuncias contra la “ideología de género” o promesas de bajadas de impuestos para empresarios y grandes fortunas. Militancia que, como la de Ciudadanos, proviene de participantes y simpatizantes del ala dura del Partido Popular. Y del ala afortunada de este país, pues según encuesta realizada en Octubre pasado, sólo uno de cada ocho posibles votantes percibía más de 800 euros, mientras que los pueblos y barrios de renta más alta han sido caladero de votos para esta formación.
Abundan círculos de empresarios comprometidos con la “reconquista de España”, subalternos algunos a la lógica de la globalización que reclama mayor extracción y más deprisa de los recursos naturales, a la par que propone limitar más los derechos sociales. La pujanza en Almería de Vox debe mucho a ese mantra de la necesidad, según sus apuestas, de que siga fluyendo el dinero derivado de la producción intensiva bajo plástico y de las canteras de mármol, a la vez que se demanda superar el olvido histórico que los “políticos de Sevilla” han manifestado para con esta zona alejada de la capital andaluza. Si Ciudadanos se nutría de parabienes y préstamos del Ibex35, Vox representa un ala menos liberal pero igual de comprometida con un productivismo que no atiende a límites ambientales (ausente cualquier mención al tema en sus medidas concretas), tampoco a criterios de justicia sociales.
Se trata de una marea que arrastra y seduce a un electorado descontento y que busca protestar, situarse en una tribu en la que reconocerse, dispuesta a comprar un ideario que someta a otros y otras para beneficio de los mismos. La llamada ultraderecha navega a escala planetaria con tres votos prestados: 1) Protesta contra un orden que nos “roba” certezas, esencias, las cosas como “tienen que ser”; 2) Tribu y hooliganismo de masculinidades fuertes, el parado o precario por encima de 40 o quien define su vida a partir de jerarquías diarias y constantes; 3) Voto Cool pues algo hay de novedad en sus memes y sus discursos. Navega desde un descontento real, gente perdida en el móvil y pendiente de empleos muy precarios. Sectores alejados de una élite o de una clase con aspiraciones de “clase media” que mira a los no tan afortunados o a los sureños (en Estados Unidos, en España o en el Este andaluz) como bastante “paletos”.
Sigue ese rumbo porque, después de protestas como el 15M en 2011 o el SaoPaulazo de 2013 en Brasil, las maquinarias encuadrables en la denominada “izquierda” insisten en pautas verticales, clásicas, poco movilizadoras desde problemas concretos y escasamente propensas a una radicalización de la democracia, a una reinvención de la política (lo global, lo público) a través de lo político (lo cotidiano, próximo). No cultivan sociedades, se ajustan al juego del márketing político según sus opciones de ampliar la maquinaria organizativa que controlen.
Cierto: las maquinarias whatsapp (made in Bannon) acentúan la “guerra de memes” por encima de realidades y luchas sociales. Sin articulación social sólo hay entonces agregación virtual. Y hacer política que huya del fascismo social es cultivar otras sociedades, no “ilusiones” refritas en viejos y verticales modos de hacer. Para eso, y para ir en contra del orden que considera que les expulsa, determinada gente muy descontenta ya tienen una derecha capaz de convencerles de las “bondades” de un fascismo social: retornar a ciertas esencias, mano dura con cuestiones de libertades o de igualdad de género y avanzar de forma impetuosa por el despeñadero neoliberal.
Pero esos tres perfiles de voto (protesta contra el establishment refinado, tribu que exige sus privilegios y guerra social de “buen rollito”) no pueden comprenderse sin las velas y la fuerza con las que sopla el Gran voto productivista: el voto real con el que grandes grupos empresariales descafeínan la democracia liberal. Un voto productivista que no duda en mostrarse cínico con las evidencias del vuelco climático con tal de elevar un poquito más sus cuentas bancarias.
Los ricos de Vox quieren menos impuestos (sociedades que puedan tributar al 15%, fin del impuesto de sucesiones) y que nadie controle sus actividades productivistas asociadas a una globalización insostenible y bajas en emisiones a favor de derechos humanos. Los grandes terratenientes de Brasil quieren la Amazonía para plantar más soja, para patentar biodiversidad y controlar territorios. Los habitantes del “cinturón bíblico” en Estados Unidos quieren que “sus” empresas de coches se queden en la zona y generen empleo, aunque sea hambre y desolación ambiental para un mañana no tan lejana.
Sin embargo, tanto despropósito no convence a todo el mundo. Dos tercios de la población (mujeres, jóvenes menores de 30 años, migrantes, indígenas) sienten poca simpatía o rechazo por sus causas. Pero se puede gobernar cómodamente con el 20% de los votos en tiempos de democracias descafeinadas. Y la cuestión propia de las sociedades líquidas (¿quién me puede ayudar?), a la que añadiría dos asociadas a nuestra interdependencia (¿dónde están mis lazos? y ¿quién cuidará de mi casa, de mi planeta?), siguen sin encontrar respuesta para mucha gente. En muchos casos, las personas descontentas no encuentran en las proximidades sociedad, luchas sociales, sindicatos o partidos inclusivos que les acompañen a salir del bache o del aislamiento. El gran padre televisado y autoritario reaparece entonces como una “solución” cortoplacista: fascismo social más suave, pero certero como los aguijones espoleadores de sus memes.
Insisto: ¿nos ponemos a cultivar otra sociedad y otra política que atienda a las necesidades sociales y a nuestros límites ambientales desde una radicalización de la democracia?