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La lucha contra el expolio del agua en Palestina

Ana Alba

Campo de refugiados de Aida (Belén, Cisjordania) —

Abrir el grifo en el campo de refugiados de Aida no es un gesto mecánico. Exige pensar y hacer cálculos. Sobre todo en verano, cuando el agua sólo llega cada dos semanas, las restricciones se hacen más severas y el calor arrecia.

“A los israelíes les llega el agua directamente al grifo. Tienen piscinas, irrigación para las plantas, duchas con agua corriente. Aquí tenemos que estimar cada día cuánta agua vamos a usar y para qué. Muchas veces no nos alcanza para los animales y no tenemos jardines”. Shada al Azza, recita casi de memoria, con gesto triste e impotente, el complicado acceso al agua que castiga a la mayoría de los palestinos.

Todas las casas del campo disponen de tanques de agua para subsistir que “suelen no ser suficientes para toda la familia porque en cada hogar hay más de cinco personas”, explica, mientras contempla con orgullo las pequeñas plantas que decoran la azotea del edificio donde trabaja, en el campo de refugiados de Aida, en Belén (Cisjordania, territorio palestino ocupado por Israel desde 1967).

El sol aún no las abrasa, pero en verano lo hará si no las riegan a diario y lograrlo será muy difícil.

“Tenemos menos de 40 litros per cápita por día y la Organización Mundial de la Salud (OMS) indica que la cantidad adecuada es entre 100 y 120 litros. Los israelíes y los colonos (judíos de asentamientos en territorio palestino) disponen de más de 300 litros per cápita e incluso de 450, según datos de Israel”, subraya Shada, de 26 años, licenciada en Biología y Ciencias Médicas por la Universidad de Belén y actualmente directora de la Unidad de Medio Ambiente del Centro Lajee de Aida.

Palestina e Israel disponen de recursos hídricos, pero su reparto es discriminatorio. Hay fuentes a las que los palestinos no pueden acceder por impedimento israelí, como el río Jordán.

Israel controla el agua palestina. Existen dos acuíferos, el de la costa (entre Israel y Gaza) y el de la montaña, cuya mayor área se encuentra en Cisjordania.

Israelíes y palestinos pactaron la distribución del agua en el acuerdo Oslo II, en 1995, previsto para cinco años. Los israelíes lograron el control del 80% del agua de Cisjordania y los palestinos el 20%.

El pacto sigue vigente casi 25 años después, con un enorme aumento de población, y el resultado es que ahora Israel tiene acceso al 87% del acuífero y los palestinos, solo al 13%, según datos del Grupo de Trabajo de EWASH, (oenegés palestinas e internacionales).

Los palestinos dependen del suministro de Mekorot, la compañía de agua israelí, que vende el agua mayoritariamente extraída del acuífero de Cisjordania a la Autoridad Nacional Palestina (ANP).

“Israel nos quita el agua y luego nos la vende. La cantidad que nos envía, según los acuerdos de Oslo, es la misma que en 1995, aunque la población haya aumentado”, señala Shada.

Mekorot asegura que manda “más del doble de la cantidad comprometida en Oslo”, donde se pactó la creación de un comité conjunto del agua que los palestinos abandonaron porque Israel tenía, de facto, derecho a veto.

“Todas las decisiones las toma Israel, los palestinos están como un decorado, no les permiten implementar ningún proyecto, ni siquiera si tienen dinero”, subraya Shada.

Cisjordania está dividida en tres zonas: A, B y C. La primera está controlada militar y administrativamente por la ANP, que en la segunda solo tiene potestad civil y ningún poder en la tercera. El Área C, en manos de Israel, representa el 60% de Cisjordania. Los israelíes nunca aprueban planes palestinos para crear infraestructuras en Área C y si detectan que se ha excavado un pozo o se han instalado cañerías o cisternas, los destruyen. “El agua es un tema político”, sentencia Shada.

Cisjordania está plagada de colonias israelíes que en época estival demandan más agua para regar o llenar piscinas. Los palestinos se ven obligados a comprar agua. “Algunos invierten más del 40% de sus ingresos mensuales en adquirir agua”, alerta el Grupo de Hidrología Palestino (GHP).

Aida, donde viven 5.800 refugiados palestinos -el 60% son menores de 18 años-, linda con el muro que Israel levantó en Cisjordania. Seis torres de vigilancia y 23 cámaras del Ejército israelí lo controlan. Las incursiones de las fuerzas israelíes son frecuentes. Según un informe reciente de la Agencia de la ONU para los Refugiados de Palestina (UNRWA), es el lugar del mundo donde se lanzan más gases lacrimógenos.

Shada afirma que en el campo, donde muchos residentes no pagan el agua por falta de recursos, no se han cambiado las cañerías en 50 años, y recuerda que durante la Segunda Intifada (levantamiento palestino entre 2000 y 2005), “los soldados disparaban a los tanques de agua” de Aida.

Ella y varios ayudantes recogieron palés y neumáticos de la calle con los que crearon mesas y sillas de colores, fabricaron maceteros y los llenaron de plantas. Se trataba de reciclar materiales para embellecer el terrado del edificio. Su intención es extender las azoteas verdes a otros inmuebles maltrechos de Aida. Ya están en marcha 40.

Shada introdujo la técnica del compostaje. Recolectó materiales orgánicos y obtuvo fertilizante natural. Dio charlas, talleres, distribuyó folletos y trabajó con estudiantes para cultivar un jardín a nivel del suelo, con la intención de crear luego más. “Pero la falta de espacio en el campo lo hacía imposible, así que se nos ocurrió la idea de poner los jardines en los terrados”, comenta.

Shada sigue formando a niños y jóvenes de Aida en cuestiones medioambientales, pero también recorre escuelas de Belén para concienciar a los más pequeños sobre estos temas.

“Siempre les digo: si amáis a Palestina y la queréis proteger de la ocupación, tenéis que mantenerla limpia. A veces es difícil cambiar la mentalidad, especialmente si sus padres hacen lo contrario a lo que les digo”, apunta Shada.

La principal causa de contaminación del agua en Aida es la cantidad que reciben. “Cuando no hay agua corriente durante mucho tiempo, la que queda en los tanques es más propensa a contaminarse con bacterias. Hacemos muchos controles y casi siempre está limpia, pero a las familias que tienen tanques abiertos se les ha contaminado y han perdido animales”, expone.

Shada trabaja en una tesis doctoral sobre la calidad del agua en la zona. Cuando acabó sus estudios, en 2013, le propusieron trabajar en el Centro Lajee a jornada completa y sugirió establecer la Unidad de Medioambiente. Tiene un máster en Estudios Medioambientales (una parte la cursó en Estocolmo) y consiguió una beca para un doctorado en EEUU, pero las autoridades rechazaron su solicitud de visado.

Shada siempre fue buena estudiante, desde que ingresó en un colegio de la UNRWA. Su familia era de Beit Jibrin, en el norte de Hebrón, pero las fuerzas israelíes la expulsaron de allí en 1948, en la guerra que siguió a la creación del Estado de Israel.

“Mis abuelos tenían muchos terrenos y dinero, eran ricos, pero lo perdieron todo. Cuando los israelíes los echaron se fueron a Belén y se estableció el campo de Al Azza (se llamó así porque muchos refugiados eran de esta familia). Yo soy la tercera generación de la Nakba (catástrofe, la expulsión de más de 700.000 palestinos)”, relata Shada.

Sonríe a menudo y se le ilumina la cara cuando revela que va a ser madre por primera vez. Se casó hace cuatro años con un chico al que conoció en la Universidad de Belén. Ella tenía 22 años y estaba ilusionada con la vida que iba a comenzar. “Teníamos muchos planes. Pero dos semanas después de la boda, el Ejército israelí arrestó a mi marido acusándolo de haber escrito frases políticas en Facebook. En lugar de irnos de luna de miel, nos fuimos de cárcel de miel”, sentencia Shada.

“Estuvo cuatro meses en prisión y tuvimos que pagar una multa de 2.000 shekels (casi 500 euros). Fue un momento muy difícil, justamente recién casados. Lo veía en el tribunal y, cuando me dejaban, iba a visitarlo. Por suerte, todo pasó y pudimos continuar”, rememora Shada en la azotea del Centro Lajee, desde el que se divisa una gran llave de hierro, símbolo del derecho al retorno de los refugiados palestinos.

Abrir el grifo en el campo de refugiados de Aida no es un gesto mecánico. Exige pensar y hacer cálculos. Sobre todo en verano, cuando el agua sólo llega cada dos semanas, las restricciones se hacen más severas y el calor arrecia.

“A los israelíes les llega el agua directamente al grifo. Tienen piscinas, irrigación para las plantas, duchas con agua corriente. Aquí tenemos que estimar cada día cuánta agua vamos a usar y para qué. Muchas veces no nos alcanza para los animales y no tenemos jardines”. Shada al Azza, recita casi de memoria, con gesto triste e impotente, el complicado acceso al agua que castiga a la mayoría de los palestinos.