Si estás viendo 'Soy Georgina' en Netflix, te explicamos el “falsity” que es en realidad
El pasado 27 de enero, Netflix estrenó Soy Georgina, el “falsity” sobre la mujer de Cristiano Ronaldo que lleva ocupando el Top-3 de lo más visto en España y a nivel mundial desde el primer día. Por encima solo está la telenovela colombiana Café con aroma de mujer y la serie surcoreana de instituto Estamos muertos.
Del infinito catálogo del gigante del streaming, sus millones de suscriptores están escogiendo ver Soy Georgina. Lo hacen libremente. Por distintas razones. Y escoger ver este reality no está ni bien ni mal. Simplemente es así. Pero como dijo Umberto Eco: “La civilización democrática se salvará únicamente si hace del lenguaje televisivo una provocación a la reflexión crítica, y no una invitación a la hipnosis”.
Por eso, podemos reflexionar sobre este publirreportaje que se hace llamar reality. Podemos viajar incluso más allá de los paseos a Turín, Cannes, Montecarlo y Madrid que hace la protagonista. Podemos superar lo anestésico de ver pasar, desde la barrera, un tren de vida inalcanzable. Y podemos romper con esos cuentos de hadas que algunos se marcaron como objetivo vital.
Bienvenidos al maravilloso mundo real que hay tras bajarse de la atracción llamada Soy Georgina. Esto es lo que estamos procesando cuando vemos sus capítulos:
Estar en el momento justo, en el lugar adecuado
En una época en la que hemos encontrado, en el género documental y en las plataformas, la manera de dar voz a mujeres que nunca la habían tenido - como Nevenka (la primera demandante que ganó una querella por acoso sexual contra un político en España), Dolores: la verdad sobre el caso Wanninkhof (con la versión que faltaba y no habíamos escuchado hasta ahora) e incluso Framing Britney Spears (donde la sororidad es imprescindible para la libertad de la artista)- también tenía derecho a hacerlo Georgina Rodríguez.
Pero no lo hace.
Lejos de reivindicar su voz y su identidad más allá del futbolista, la primera frase con la que se define es: “Soy la mujer del hombre más seguido del mundo”. Una oportunidad perdida para erigirse como figura de interés sin el nombre de su compañero como colchoneta. Su segunda declaración de intenciones es: “He pasado de vender lujo a lucirlo por las alfombras rojas. Tengo millones de seguidores”. Otra oportunidad perdida para contar su historia lejos de todo lo material que ha logrado al juntarse con él.
Y es que en ningún momento cuenta su historia. La cita rápidamente: “Vengo de no tener nada”, “he vivido momentos duros”… pero pasa por encima, como quien aparta la mirada de la pobreza para que así deje de existir (en su mente). No habla. Ni siquiera con sus amigas cuando las tiene al lado. Solo les deja disfrutar un poco de sus lujos y les pide que le hagan fotos con buena iluminación.
“Soy la mujer de”, “tengo millones de”... Solo muestra, alardea y hace ostentación de su vida multimillonaria. Y es que, aunque la oigamos hablar, Georgina no tiene voz en este documental. En numerosas ocasiones le preguntan “para cuándo la boda” y su respuesta es que “no depende de ella”, que ojalá algún día le pongan el anillo pero está a la espera. Porque ni ella misma se tiene en cuenta. Como cuando tampoco decide destino de vacaciones, sino que deja que una agente le busque casas por el mundo. O cuando intercambiaron teléfonos con Cristiano, ella reconoce que “quería verle y quedar pero no le iba a escribir ella” (toda la igualdad ganada durante años, derrumbada en unos segundos). O cuando Cristiano le invitó a cenar por primera vez. Ella ya había cenado pero para estar con él, recenó. Porque ¿para qué le iba a decir que ya había cenado? Da igual lo que ella quiera. Lo importante es que esté.
Porque si algo nos enseña Soy Georgina es que su mayor logro fue estar en el momento justo, en el lugar adecuado. En este caso: en la tienda Gucci cuando entró Cristiano.
La 'mediocracia' como cultura de la felicidad
También estuvieron en el lugar adecuado en el momento justo Diana Spencer y Grace Kelly. Una se convirtió en la princesa de Gales y la otra en la de Mónaco. Ambas vivieron un cuento de hadas, hasta que descubrieron que estaban en una jaula de oro. La felicidad acabó en drama para ambas, porque las dos quisieron poner su granito de arena en el mundo, aprovechar su posición para mejorarlo, reivindicar su individualidad más allá de lo que les permitía su papel.
Algo que parece que no le va a ocurrir nunca a Georgina, la princesa de las WAG's, a la que se le ve conforme con el rol que le ha tocado: administradora de los bienes de CR7, su sustituta en eventos y madre de sus hijos. “A veces digo: jolin, qué feliz soy”, confiesa. Quizá por ser muy autoconsciente de su vida o por todo lo contrario. El secreto de esa dicha parece estar en no aspirar a nada más allá de lo que el brillo de sus joyas alumbran (que no es poco). Y es que está viviendo lo que siempre había proyectado. Cuando su profesora de ballet le planteó si quería ser bailarina, ella respondió que “la danza es disciplina, sacrificio, esfuerzo” y que prefería “ir a Madrid, meterse a modelo y vivir”. Lo logró y lo demás está de más.
En términos televisivos. Mientras Grace Kelly y Lady Di podrían participar en cualquier talent y ganarlo orgullosas de su esfuerzo, cuando vemos Soy Georgina estamos ante una pretendienta de Mujeres y Hombres y Viceversa que celebra ser la escogida del tronista y marcharse de su mano. Mientras mira por encima del hombro al resto de compañeras que hasta entonces eran como ella. Ese es su triunfo: saber vivir en un perpetuo “y fueron felices para siempre” sin atormentarse por lo que vendrá después.
El nacimiento de los “falsity”, la evolución lógica de los reality
Con las Kardashian y ahora Soy Georgina se podría instaurar un nuevo género: el falsity. Porque, desde luego, de “realidad” tiene poco. Desde el primer plano del primer capítulo, en el que aparece la de Jaca posando en su yate, todo es artificial y pensado para las cámaras: hace videollamadas con un aro de luz frente a su teléfono, con tazas de Netflix alrededor, se rodea de un séquito de amigos que está de paso para halagarla y ve a sus hijos por la mañana antes de irse de viaje y por la noche cuando vuelve.
Con Cristiano ni comparten casi planos. Solo por videollamadas y una vez cuando “coinciden” en su aeropuerto privado. Algo que solo pasa para que lo graben las cámaras y ella no lo esconde: “Casualmente es la primera vez que coincidimos en el aeropuerto”, suelta... “¿Pero se conocen?” te acabas preguntando. Es una pareja sin alma, que habla del uno y del otro sin un vínculo amoroso: “Estoy súper contento de saber que es la persona ideal para dar un crecimiento bueno a nuestros hijos. La persona adecuada para darles educación, amor y cariño”, dice él como si hablara de la niñera.
Las joyas, los coches de lujo, sus aviones, barcos, la ropa de marca toman tanto protagonismo que ciegan a un espectador que al final de cada capítulo no ha visto nada real. Solo la superficie de una vida que no hemos conocido. Estamos viendo su cuenta de Instagram pero en reels de 40 minutos. Sin dejar que la emoción de su padre fallecido dure más de una story. Sin decorar la casa con libros que puedan coger polvo. Sin momentos para la reflexión porque eso sería aburrido.
Porque no nos engañemos, lo que vemos en Soy Georgina es el nuevo género televisivo de esta época: si el reality fue un experimento social que nos mostraba la realidad aburrida de los anónimos, ahora ha llegado el “falsity” con la vida artificial pero “divertida” de los famosos. Es hipnótica, pero es sano reflexionar sobre ella.