Alias Grace, un cuento de la criada para reflexionar en la era Weinstein
“¿Tuvo una conducta inapropiada con usted?”, le pregunta el doctor Jordan a Grace. “No sé lo que significa inapropiada. Lo normal para con una sirvienta”, responde ella atónita. Toda la vida le han dicho que debe permitir que su patrón le suba la falda si quiere y que su compañero la llame “sucia furcia” cuando se niega a tener relaciones con él. Ha asumido que no puede bajar a las letrinas pasada la medianoche y que su palabra siempre va a ser puesta en duda.
El diálogo pertenece a Alias Grace, la nueva adaptación de Netflix de una novela de Margaret Atwood, pero podría extrapolarse a la actualidad en plena era Weinstein. Es la misma sensación incómoda que provocó hace meses El cuento de la criada. En aquel caso era porque esa distopía apocalíptica, donde las mujeres son usadas como vasijas reproductivas sin derechos, sonaba aterradoramente plausible. En el de Alias Grace, ambientada en el Toronto de 1843, es porque resuenan los ecos de un pasado que ya creíamos superado.
La trama se basa en un caso real. Grace Marks era una inmigrante irlandesa que, al cumplir los dieciséis años, fue condenada junto a otro criado por asesinar a su patrono, el señor Kinnear, y al ama de llaves, Nancy Montgomery.
Después de pasar otros quince años entre un centro penitenciario y un manicomio, Grace es tratada por un joven psicólogo, el doctor Jordan, que intenta esclarecer la verdad en una mente empañada por la amnesia, las secuelas de las torturas y de todo tipo de abusos.
Cualquiera que intente comparar la serie de Hulu con la nueva de Netflix quedará decepcionado. El cuento de la criada es fascinante y aterradoramente plausible, pero Alias Grace es aún más terrorífica porque sus hechos ocurrieron de verdad. Es cierto que no puede rivalizar a nivel de factura técnica, reparto o pulso narrativo, aunque tampoco lo pretende (o no debería, porque saldría acribillada en el intento).
Es mucho más disfrutable si la usamos como oportunidad para acercarnos a la obra de una mujer providente e injustamente ignorada en su día. Margaret Atwood nos ha dado una lección de análisis crítico de nuestro presente, que ha heredado las peores vergüenzas de nuestro pasado y, si nos despistamos, puede condenarnos a algo peor en el futuro.
“El control de las mujeres y sus descendientes ha sido la piedra de toque de todo régimen represivo de este planeta”, reflexionó la escritora este año. Para combatir este control, no solo basta con escribir hipótesis desesperadas, sino que también debemos revisar nuestra historia en clave de género. Eso es Alias Grace, la obra (1996) y la serie. Un atlas de las vejaciones, los abusos y la desconfianza que sometían a las mujeres solteras no hace tanto tiempo.
“Puedo oír en su voz que me tiene miedo. Las mujeres como yo son siempre una tentación, y podría hacerlo pasar desapercibido: da igual lo que pudiésemos decir al respecto después, no tendríamos credibilidad”, piensa Grace. Un sentimiento que se ha repetido hasta la saciedad estos días ante la ola de acusaciones de abuso sexual. Y vale tanto si lo dice una sirvienta del s.XIX como una actriz de Hollywood del s.XXI.
El silencio de las solteras
Además de por su trasfondo, la historia funciona gracias a una estrategia muy actual: el morbo por el whodunit de un crimen. La factura recuerda bastante al documental de Amanda Knox, que también vio cómo su imagen era mutilada por la prensa y la policía a través mensajes contradictorios por el simple hecho de ser mujer. Daban al público a elegir entre la inocente víctima de su histeria y la femme fatale capaz de matar a sangre fría.
El espectador va descubriendo a la vez que el doctor Jordan la traumática y corta existencia de Grace Marks antes de ser condenada. Su relato va desde un padre maltratador que pegaba a su madre y abusaba de ella cuando iba borracho, hasta los señores que se aprovechan de su poder para seducir a sus sirvientas, preñarlas y someterlas a abortos cruentos donde muchas veces pierden la vida, como le ocurrió a su mejor amiga Mary Withney.
Ya en la prisión, tras un diagnóstico de histeria, los empleados la sometieron a torturas y se aprovecharon de su posición para violarla. Si gritaba, la castigaban aún más por loca. Si les denunciaba, los poderes judiciales la acusaban de ramera y engatusadora.
Su única esperanza es que el doctor le diagnostique amnesia, como efecto secundario de la histeria, y sea puesta en libertad. Por eso no sabemos si lo que le cuenta es la realidad o una estrategia inteligente ante un simplón enamorado. Ese es el otro gran absurdo: su futuro depende de un hombre que no es capaz de limitarse a realizar su trabajo y cuyas pasiones pueden influir tanto para bien como para mal en el informe.
He aquí la gran vigencia de Alias Grace y, otra vez, la de Margaret Atwood. La palabra de una sola mujer siempre será puesta en tela de juicio; es la voz de muchas lo que puede hacer tambalear los cimientos del patriarcado y sus abusos sistémicos. No es cosa del siglo XIX. Hay que seguir trabajando para que las Grace de este mundo no vuelvan a estar solas nunca más.