Éxodo de apoyos en 'Juego de tronos': el muro del patriarcado no ha caído en Poniente
Y se hizo la luz. Ninguna noche, por muy larga que sea, dura para siempre. El problema es que el amanecer llegó demasiado pronto a la que prometía ser la velada definitiva de la temporada. Las tinieblas de Invernalia se han disipado y con ellas los ceños fruncidos que intentaban vislumbrar quién era quién en la Gran Guerra que enfrentaba a los vivos con su enemigo último: el que no puede morir. Pues bien, sí que podía. En apenas una hora de maravilloso espectáculo de tensión y oscuridad, el Rey de la Noche desapareció del tablero y devolvió el protagonismo al politiqueo de los humanos.
Esta sensación de coitus interruptus es agridulce, pero sobre todo es reveladora. Juego de Tronos ha llegado al temible punto en el que es imposible lidiar con la decepción de los espectadores. Nos dejamos amedrentar por un ejército de ojos azules que parecía imbatible, pero el misterio de la serie siempre ha sido otro y quedan tres episodios para resolverlo. En su contra juega el suceder tras la batalla más impresionante de los Siete Reinos. A su favor, que la lucha por el Trono de Hierro es la arteria principal que siempre ha defendido George R.R Martin. Advertidos estábamos.
Entre el enfrentamiento contra la esencia del mal -Rey de la Noche- y el diablo de carne y hueso -Cersei- se necesitan capítulos bisagra. El cuarto ha llegado para cumplir ese papel y, sin embargo, se antoja insuficiente. Aunque sea el episodio favorito de Jon Snow por su esencia “shakesperiana”, hay momentos del guion que harían revolverse al bardo inglés en su tumba.
Sin entrar en más detalles, procedemos a analizar El último de los Stark con muchos, muchos spoilers. Paren de leer aquí si aún no lo han visto y deléitense una vez más con la épica contienda entre el hielo y el fuego de La larga noche.
No nos culpemos. Entre la oscuridad, el ritmo y las tramas entrecruzadas, fue imposible empatizar con los caídos en la Gran Guerra. Ni siquiera el sacrificio a cámara lenta del “buen hombre”, también conocido como Hediondo o Theon Greyjoy, o el último acto de amor de Jorah para con su reina, a la que decidió volver a proteger tras superar la rabieta del despechado, han sido muertes trágicas. De hecho, hasta parecen pocas cuando los supervivientes de Invernalia les colocan ordenados y limpitos sobre las piras funerarias.
Es una escena pensada para remover los sentimientos que quedaron anestesiados con la acción de la batalla y para alzar a Jon Snow como algo más que el líder en el Norte. No fue él quien clavó el puñal de acero valyrio en el pecho del Rey de la Noche, pero sus hombres jalean cada una de sus palabras como si así fuera. Y, como no podía ser de otra forma, el -no tan- bastardo asiste complacido al baño de multitudes.
Tras derramar las lágrimas, toca hacer lo propio con el vino. Los norteños ya esperaron a la muerte entre alcohol y encuentros amorosos, y era de esperar que fuesen a celebrar la vida del mismo modo. “Váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza”, que dijo Cervantes, o lo que es lo mismo, “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”, es el nuevo mantra de Invernalia. Una alegría que acabará pronto cuando sepan que deben encaminarse a una nueva guerra que solo le interesa a la Targaryen que les ha prestado los dragones.
Durante la celebración, Daenerys está muy lejos de pasárselo bien. No solo ha perdido a la mayor parte de su ejército librando la guerra de su amado, sino que este último ha pasado a ser la principal amenaza para sus aspiraciones al Trono de Hierro.
Da igual lo fiel que él sea a sus promesas, porque los soldados del Norte siempre preferirán que sea un hombre quien les lidere. Da igual que ella alumbrase a tres dragones como tres montañas, porque lo importante es que Jon Snow los cabalgó durante un rato: “Se montó en un puto dragón y luchó, ¿qué clase de persona se monta en un puto dragón?”, dice Tormund el salvaje.
El problema de Khaleesi no es ser ignorada, temida u odiada en el Norte. Es que ahora depende de una milicia que no dudará un segundo en coronar a Jon y abandonarla a su suerte ante la lucha contra Cersei. “¿Qué pasará cuando exijan que te postules y tomes lo que es mío?”, le expresa ella con una mirada enloquecida mientras le pide que guarde el secreto. No debe decirle a nadie, jamás, que es el legítimo heredero Targaryen al trono de los Siete Reinos. Algo que, por supuesto, incumplirá de inmediato.
Lo mejor de esto es que, tras varias temporadas con dos bandos bien definidos, vuelven los grises a Juego de Tronos. Ya no hay que elegir entre los vivos y los muertos. O entre la tirana Cersei y la Rompedora de Cadenas. Ahora toca tomar una decisión al nivel de, ¿a quién quieres más? ¿A mamá o a papá? ¿A Jon o a Daenerys? Lo peor de esto es que los showrunners ya han tomado partido y lo hacen en boca de los dos apoyos más férreos que ha tenido la Targaryen hasta ahora: Tyrion y Varys.
“El hecho es que el pueblo le adora: los salvajes, norteños. Es un héroe de guerra”, dice uno. “Me inquieta su estado mental. Somos consejeros de la reina: inquietarnos por su estado mental es nuestra misión”, dice el otro.
Es decir, El último de los Stark convierte a la monarca más justa -en palabras de Tyrion- que han tenido los Siete Reinos, en una enajenada por el poder que hereda los peores traumas de su padre, El rey Loco. Además, lo discuten dos de los personajes más clarividentes de la serie y lo hacen como si estuviesen en una barra de bar sin saber a qué equipo de fútbol van a apoyar esa noche.
Quizá la postura más coherente y sosegada sea la de Sansa, que nunca se ha fiado de la nueva novia de su hermano. Cuando anuncia a la Targaryen que su intención es dejar que sus hombres se recuperen antes de embarcarlos en una nueva guerra, Daenerys se teme lo peor. Una inquietud que se suma a la de que su sobrino y amante es ahora el más popular de Poniente, y que no mejora con lo que ocurre después: Euron Greyjoy mata al segundo de sus hijos con una ballesta gigante y más tarde Cersei degüella a su confidente y única amiga, Missandei.
Los ojos de Daenerys se convierten en una llama enfurecida que muchos podrán tomar como demencia. Pero, seamos sinceros, ante esta tesitura: ¿quién la puede juzgar? Sin embargo, el giro de guion con la dragona no es ni la mitad de radical que lo que deciden hacer con Brienne de Tarth en el cuarto episodio.
Después de un burdo juego de beber, de una confesión de virginidad y de un ataque de celos nada creíble por parte de Jamie, la primera 'caballero' del Norte y el Matarreyes consuman la pasión que algunos habían intuido en capítulos anteriores. El problema no es lo abrupto de esta trama ni lo inverosímil de su remate, sino que, de pronto, la única mujer que había permanecido ajena a las pasiones carnales y cuya sexualidad nunca había quedado clara es reducida a una plañidera despechada.
Jamie la abandona para irse a Desembarco del Rey a proteger a su hermana, su amor verdadero, ante lo que Brienne suplica cubriendo su desnudez con una manta, se sorbe los mocos y llora desconsolada. Ella, que hace menos de un episodio lideraba un ejército de miles de hombres y decapitaba a zombies sin que le temblase la empuñadura.
Brienne no se merecía esta defenestración de su orgullo y Daenerys no se merece este repentino linchamiento. Por suerte, vuelve Cersei a escena para luchar por lo que ahora le pertenece. Posiblemente le arrebaten pronto ese privilegio, pero qué mínimo que, en estos dos episodios, las estrategias bélicas recuperen su épica y dejen de ser más evidentes que la ineptitud de Bran. Eso sí que sería un regreso a la verdadera esencia de Juego de Tronos.