Crítica Vertele

'Alguien tiene que morir' y podría ser el espectador (de aburrimiento) con la nueva serie de Netflix

Póster promocional de 'Alguien tiene que morir'

Paula Hergar

Netflix ha estrenado este 16 de octubre Alguien tiene que morir, una nueva serie española protagonizada por Ester Expósito, Carlos Cuevas, Ernesto Alterio, Cecilia Suárez y Carmen Maura, creada por Manolo Caro (La casa de las flores).

Y tras estos llamativos nombres propios, poco más se puede decir de la nueva apuesta de la plataforma para atraer a un público que en muchas ocasiones se descubrirá intentando encontrar una razón para seguir viéndola.

La historia de un joven que regresa a la España franquista de los años 50 para enfrentarse a una sociedad ultra conservadora en la que él no tiene cabida por ser homosexual, o solo la tiene si mantiene las apariencias, no es suficiente para mantener el interés ni siquiera en solo tres capítulos que es lo que dura.

Como tampoco lo es el potente casting que camina en la fina línea que separa la caricatura interpretativa del drama telenovelesco. Porque Caro sabe perfectamente hacer historias que se rían de sí mismas, solo que quizá en este caso el fallo haya sido tratar un tema que no permite esa burla y acaba quedando en tierra de nadie.

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Una historia con tintes de romanticismo literario

Alguien tiene que morir me retrotrajo a las novelas románticas clásicas en las que después de leer 200 páginas aún seguían describiendo la estancia en la que se había despertado el protagonista. Sin duda, valía la pena leerlas por el lujoso nivel descriptivo y la calidad de los detalles que te entraban por los ojos hasta creer que habías vivido en ese lugar, pero no todas eran acertadas.

Algo así ocurre con la nueva serie de Netflix en la que la opresión franquista de los años 50 en España no es un personaje más, sino que es el personaje protagonista. Está entre los muebles, entre las paredes, vigilando desde los ojos de los cuadros figurativos de la época, oprimiendo sin ser visto y obligando a que en ocasiones parezca que no ocurre nada en la historia y está ocurriendo todo.

Y esas ficciones en las que parece que no pasa nada y pasa de todo son exquisitas cuando lo que cuentan es la vida de alguien con interés. Como ocurre en Mad Men con la vida de un publicista de los 60 en Nueva York capaz de seducir hasta a la planta que está junto a ti mientras ves la serie. Por muchos capítulos que pasen sin escenas de acción ni humor básico, te deja completamente pegado a la pantalla.

Sin embargo estas narrativas lentas hacen aguas cuando la rutina que narran es la de un personaje sin atractivo. Ni Gabino Falcón ni su amigo Lázaro tienen la suficiente entidad como para atrapar a un espectador que, si acepta una historia cocinada con el fuego al mínimo, al menos espera que el manjar sea jugoso, hecho por dentro y fuera y con un emplatado perfecto. Pero en Alguien tiene que morir solo cumplen con el último requisito.

Un reflejo de lo esclavizados que estábamos (y estamos) por las apariencias

También es constante el uso de las metáforas narrativas en la serie. Como la omnipresencia de las armas y las palomas usadas como blanco de tiro, que bien pueden asociarse a los elementos amenazadores del statu quo, como podrían ser los homosexuales en la época.

Otra de las metáforas que se podrían extraer de la nueva apuesta de Netflix es la de la esclavitud que supone una sociedad sujeta a las apariencias, en la que seguimos a día de hoy. Y para ello, nada mejor que tener un reparto con millones de seguidores en redes.

Los personajes de Alguien tiene que morir están completamente dominados por una sociedad en la que daba igual quién eras, porque lo único importante era lo que mostrabas de cara a la galería. ¿Os suena? En aquellos franquistas años 50 daba igual tu ideología a puerta cerrada mientras cumplieras con la del régimen, no importaban tus sueños laborales porque ya te tenían montado tu futuro, así como a nadie le interesaban tus gustos sexuales si te comportabas como alguien hetero dispuesto a casarte con quien tocaba.

Contra todo ello intentan luchar unos protagonistas incapaces de diferenciar entre una ideología impuesta y los valores humanos. Todos ellos con vidas paralelas que disfrutaban a medias por ser muchas veces contradictorias. Algo totalmente actual para muchos esclavos de unas redes en las que solo muestran lo políticamente correcto.

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