Jessie Burton sabía poco o nada de Ámsterdam cuando fue por primera vez, de vacaciones. Estuvo apenas cuatro días pero antes de marcharse, pasó por el Rijksmuseum y allí, escondida entre grandes cuadros del Siglo de Oro neerlandés -el de Rembrandt y Hals-, descubrió una casa de muñecas minuciosamente detallada y confeccionada perteneciente a una mujer llamada Petronella Oortman.
Burton quedó hipnotizada por el realismo de aquel hogar en miniatura, algo más que un juguete. Se trataba de una réplica de una casa construida en 1686 que había costado lo mismo de crear que lo que costó la auténtica de ladrillo. Ante el descubrimiento, “mi antena de narradora se puso en funcionamiento: una mujer que se había gastado tanto dinero en camas donde jamás iba a dormir o en comida que no podría comer… tenía algo que contar”, confesaba en la entrevista realizada en el programa de TVE Página 2.
Y tanto que lo tenía: Jessie Burton, nacida en 1982, estudió en la Universidad de Oxford y en la Central School of Speech and Drama y fue actriz antes que escritora. Pero con su primera novela, La casa de las miniaturas, se marcó el nada desdeñable tanto de ser traducida a treinta y seis idiomas y vender más de un millón de ejemplares de su primera incursión literaria.
Como con casi todas las tradiciones, la de BBC y sus estrenos navideños no se sabe muy bien cuándo empezó, pero hoy queda claro que se ha convertido en acervo popular. Año tras año, la cadena británica cumple con una costumbre que dicta que el Boxing Day -el 26 de diciembre-, debe estrenar en prime time un drama de época de producción propia. Este año le tocó a La casa de las miniaturas, adaptación del best-seller homónimo que Filmin estrena ahora en nuestro país. Se trata de un thriller que engaña al simular cierta inspiración victoriana, pues se desarrolla muchísimo antes y lejos del Imperio Británico. Ámsterdam, 1687: una joven campesina acuciada por las deudas se casa con un rico comerciante holandés que guarda más de un secreto.
La resaca moral del siglo de oro neerlandés
Petronella Oortman viaja en un carruaje por las calles, puentes y canales de Ámsterdam, aferrada a la jaula de su periquito Peebo. Ambos se sienten atrapados. El ave por razones obvias, ella porque la perspectiva de vivir en la gran ciudad le asusta pero la conocer su nuevo hogar y sus habitantes le aterra. Y sin embargo allí está, a punto de empezar su nueva vida. La casa de las miniaturas ofrece, desde su tenso arranque, una excelente recreación de la Holanda de finales de siglo XVII en plena transformación social y cultural.
Tiempo antes, las siglas VOC habían sido sinónimo de todo el poder de los Países Bajos. Las letras hacían referencia a la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales -Vereenigde Oost-Indische Compagnie-, que contaba con cientos de barcos que comerciaban por África, Europa y Asia. Un verdadero ejército compuesto por 50.000 trabajadores y 60 bewindhebbers -socios capitalistas-, paradigma del auge económico que vivieron aquellas tierras en las que se decía que el pobre holandés comía mejor que cualquier otro pobre europeo.
La pujanza duró casi ocho décadas hasta que en 1672, conocido como Rampjaar o “año del desastre”, dio comienzo la Guerra franco-neerlandesa tras la que los Países Bajos perdieron su posición privilegiada en el tablero. Entonces, el poder se atomizó en las provincias marítimas gobernadas por una serie de oligarquías locales temerosas de Dios y de perder su status quo.
En este clima absolutamente dominado por una represiva moral religiosa, Petronella se ve obligada a casarse con Johannes Brandt, uno de los pocos comerciantes que ha salido airoso al conflicto, para paliar las deudas que ahogan a su familia. Sus temores se desvelarán nimios cuando se percate de que va a vivir en una ciudad corrompida e hipócrita que vive bajo el yugo de una suerte de policía del pensamiento del buen cristiano. Urbe del terror que destruye a quien guarde secretos… de los que su marido atesora un buen puñado.
Antes de que pensemos en La casa de las miniaturas como un melodrama de alcoba clásico, la serie se rodea de un halo de misticismo -que la conecta de forma involuntaria con la serie de HBO Taboo-, relacionado con el objeto que da nombre a la obra. Eternamente ausente, Johannes hará construir una réplica de juguete de la casa en la que tiene prácticamente presa a Petronella, que ella podrá decorar a su gusto. En un primer momento, la joven verá aquello como una forma de evadirse de su realidad, pero pronto empezará a recibir figuritas que parecen dictar el futuro que les espera.
Racismo, sodomía y dictadura del puritanismo
En los ojos de Anya Taylor-Joy, a quien conocimos como la protagonista de un fascinante relato terror atmosférico llamado La bruja, y que ahora encarna a Petronella Brandt, el espectador va descubriendo que nada es lo que parece. Habitación tras habitación, lo representado no es nunca lo verídico en una sociedad en la que el secreto es una arma para acabar con el vecino. La casa de las miniaturas deconstruye toda una época partiendo de unos juguetes que parecen ser personas, y unas personas que no son más que juguetes en manos del poder.
Así, esta serie de época irá mutando del drama tocado de realismo mágico al más crudo retrato político y moral. Convirtiéndose, paulatinamente, en una radiografía del pasado que reflexiona sobre el racismo imperante hasta en la más sofisticada sociedad burguesa, la homosexualidad y su persecución por parte de un estamento religioso que hace con la ley lo que quiere, y la sororidad como herramienta emancipadora de la mujer de ayer y hoy.
Todo, desarrollando su trama bajo la influencia del fantasma del puritanismo propugnado por el calvinismo. Lección para quienes hoy utilizan el término de forma baladí, atacando al feminismo contemporáneo. En la Holanda del XVII, la Iglesia utilizaba la 'purificación del alma' para atar una piedra al cuello al acusado de sodomía y arrojarlo al canal, someter y esclavizar los deseos de la mujer, y hasta prohibr el jengibre considerando que el dulce pervertía el alma. El puritanismo sembraba el terror y era sinónimo de este.
La seguridad de su planteamiento, austeramente defendido por el director barcelonés Guillem Morales, construyen una ficción ambiciosa e inteligente. De esas obras que encierran más discurso del aparente, como una casa de muñecas llena de secretos.