No es habitual que el título de un programa revele de manera tan clara los problemas de base a los que se enfrenta. Es el caso de ¿Juegas o qué?, el nuevo concurso estrenado este lunes 15 en la tarde de La 1.
Aparte de servir como muletilla con la que la nómina de hasta nueve presentadores den por comenzado el reto, también pone de manifiesto los dos tipos de concurso que uno puede encontrarse en el batiburrillo de pruebas intercaladas a lo largo de algo más de 40 minutos. En el mejor de los casos, te enfrentas en efecto a un “juego” con más o menos posibilidades de consolidación, que en sus instantes más entonados remite a la divertida tradición de otros ejemplos previos como Lo sabe, no lo sabe; en el peor, el adverbio interrogativo es la respuesta más inmediata a lo que se nos propone.
El más grave problema al que se enfrenta el espectador no son las cuestiones de cultura popular lanzadas al aire (a veces literalmente), sino la dificultad para encontrar un hilo conductor, una coherencia en el conjunto deslavazado. No parece haber nada que dé unidad o continuidad a nivel espacial, más allá de tratarse de un concurso callejero: empezamos con Adriana Abenia en el Parque de Atracciones de Madrid para internarnos a continuación en un centro comercial indefinido, antes de ir a los alrededores de una zona costera, para luego volver a un mercado en Malasaña, y de ahí al Retiro, para concluir bajo el Acueducto de Segovia.
Aunque diseminados por la geografía española, no hay una justificación para la elección de algunos escenarios poco definidos, como tampoco parece haber una conexión entre los presentadores. Compartimentados en sketches independientes, con estilos propios muy característicos algunos y otros menos llamativos, Juegas o qué se tambalea entre aciertos y errores.
Como si fuera desprendiéndose de comodines cada vez que comienza un fragmento flojo, esta intermitencia va minando sus posibilidades de éxito entre la audiencia. Raúl Cano-Cano saca petróleo como “Hombre enigma” de una sección más propia de un magacín veraniego que de un concurso mínimamente exigente, mientras la prueba que presenta Adriana Abenia, ambientada en una montaña rusa, apenas termina cuando más emocionante podía llegar a ponerse, siendo su brevedad su gran rémora. Dentro de su sencillez, el dinamismo de la que conduce “El hombre topo” Alberto Arruty, (dos amigos compitiendo en primer lugar por llegar a la ronda final, en la que ambos han de participar, uno contestando y el otro tratando de encestar a cada contestación correcta) permite al juego encontrar sus momentos más entretenidos, para luego caer de bruces contra el pavimento con la sección del perro parlanchín Ewok, que se denota demasiado escenificada y postproducida como para transmitir esa frescura pretendida.
De haber terminado ahí, con ese pasmoso “Qué”, la sensación hubiera sido bastante más negativa. Sin embargo, el programa se reserva su mejor propuesta para el final.
Con el acueducto de Segovia como escenario de lujo, la simplicidad que caracterizaba a las pruebas previas queda reemplazada por un despliegue más agradecido: contiene un cierto componente de sorpresa, un concepto de escenografía, una mecánica que, sin ser compleja, resulta más elaborada que las anteriores, y traspasa el espíritu del concurso clásico a la calle. No en vano, contiene el premio más cuantioso de todos los otorgados hasta el momento.
Como maestro de ceremonias, Luis Larrodera conduce este “1,2,3, sorpresa” (¿tal vez un homenaje a su descubridor, el ya fallecido Chicho Ibáñez Serrador?) con la elegancia de un formato clásico de cultura general, donde se mezcla la agudeza visual con el conocimiento histórico y sin perder de vista el humor, per con mesura.
En estos últimos minutos se encuentran lo mejor de Juegas o qué, un programa que debería haber pensado mejor lo que tenía que decir a la audiencia huérfana de La 1 antes de decirlo, incluso haber reducido su número de participantes, para evitar fallos estrepitosos que estropearan su concurso final.