Despertarse con el portátil sobre la panza, observando en silencio los vídeos de su mujer fallecida. Un paseo con su perra. Una visita laboral estrambótica. Intercambios de atenuada naturalidad en la redacción de su periódico local. Minutos de silencio en la residencia con su padre senil, de excusas ante la enfermera que le ofrece una nueva vía de escape vital. El atardecer en el cementerio, ante la tumba de su esposa. Reiterar reflexiones. Alcoholizarse antes de cerrar los ojos, de nuevo en compañía de esas imágenes del pasado. La segunda temporada de After Life (ídem, Ricky Gervais, 2019-2020) se configura en robótica repetición de una primera temporada que, la crítica advierte, completaba de forma satisfactoria su arco: Tony (Ricky Gervais), esa giralda airada con la existencia humana por negársela a su esposa, había comprendido su condición y actuado para enmendarla como iluminado tras una epifanía. Ascender la curva de la depresión después de seis entregas era la única conclusión satisfactoria para la audiencia.
La promesa de ingenuo optimismo antropológico se resuelve transitoria tras el sumario con el que da inicio la segunda remesa de episodios. La bilis se ha aguado pero todo sigue ahí, indiferente al tiempo, desvestida de arrebatados subterfugios cómicos que eviten la frontalidad de la vergüenza. No hay enseñanza, sino exhibición sin una progresión pautada. La continuidad se hace inaceptable, pues no hay propósito sino inercia.
Sentimiento al desnudo
After Life se construye sobre una idea de lo cotidiano que niega toda capacidad estética. La rutina intrínseca al texto se traduce en una planificación esquemática, rala, en la que se repiten marcas, posiciones, perspectivas, escalas, de un capítulo a otro. Quizás aún más que en la primera temporada, la segunda elimina cualquier intención memorable en la imagen. Acaso esta pereza formal se entiende como un reflejo de la cotidianidad misma que hace deambular a los personajes de forma mecánica por los mismos espacios. La normalidad es la fealdad y el tedio.
Partiendo de esta misma noción de la transparencia, los diálogos se configuran como monólogos básicos, a veces pueriles, negados de toda ambición estilística. A menudo reiterativos, obcecados en remover la pérdida, en tenerla siempre presente. La habitual sobreexposición del texto, más que consecuencia de una puesta en escena apática, es su causa última. En su intento por ofrecer una mejor versión de sí mismo a su entorno, Tony se determina a servir a todos esos que lo ayudaron antes, un propósito loable pero incapaz de mantenerse, pues todas las conversaciones, todas las charlas por evitar la infelicidad de los demás acaban sirviendo para subrayar la infelicidad propia, para remarcar su carencia irreversible. La segunda temporada se presenta así como una versión enriquecedora de la depresión para, apenas comienza a articularse, venirse abajo, demostrarse como un discurso falaz. El dolor no nos hace mejores, sino más conscientes, más crudos.
Por eso mismo, aun con sus gags, el humor se atenúa en esta segunda temporada. Tanto, que las aventuras de Tony y su compañero Lenny (Tony Way) cubriendo esas estrafalarias historias locales que en la temporada previa proporcionaban algunos de los gags más efectivos -la entrevista a la mujer que hacía pudin con su leche materna, los padres que promocionaban el parecido de su bebé con Hitler- dan paso a historias trágicas en su mayoría, ante las que solo cabría la compasión, incluso la comprensión. Tanto, que los característicos libelos de Gervais se vuelven cada vez más ocasionales con el paso de los episodios y, cuando aparecen resultan fuera de lugar -el sketch del cincuentón que asegura identificarse como una niña de ocho años parecería un descarte no precisamente atinado de Ricky Gervais: Humanity (ídem, John L. Spencer, 2018)-, casi una tasa inevitable para contentar a quienes demanden mayor acidez por parte del director y guionista británico.
After Life sale adelante precisamente cuando se muerde esa lengua desbocada y se muestra más honesta consigo misma, priorizando la empatía sobre la carcajada abierta. La singular amistad que se establece entre Tony, con sus intermitentes sapos saltando de la boca, su cartero (Joe Wilkinson), “el tipo en quien los hipsters se inspiran”, y Roxy (Roisin Conaty), su amiga y trabajadora sexual, depara los momentos más encantadores de esta temporada. Especialmente aquel en el que la cocina del primero es invadida por esos dos invitados inesperados en pleno desayuno, sin apenas mediar palabra, en total armonía mal que le pese al protagonista. Una levísima alteración del círculo de repetición que se traduce en posibilidad de futuro, eso que se niega el personaje en su duelo.
El peligro del presente eterno
“Una sociedad en la que ya no podemos esperar nada y en la que estamos obligados a vivir un presente continuo es terrible, se pongan como se pongan los plastas del mindfulness”, argumenta Héctor G. Barnés, a cuenta del confinamiento que nos ha impuesto la covid-19 y del estado de transición perenne al que aboca sus consecuencias. El estreno de After Life 2 en este periodo, por azaroso que sea, anticipa esa problemática tan inmediata cuando Tony asume el referente de Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993) como única alternativa. Una alternativa que desecha el futuro, por considerarlo no ya imposible, sino inmerecido. Cualquier problema individual parece insignificante, estúpido, trivial. No tenemos derecho a sentir nada en nuestro pequeño refugio. Al fin y al cabo, todos vamos a morir, como diría el mismo Gervais.
Por momentos, el pueblo de Tambury donde se desarrolla este acogedor drama, con su trasiego incesante de las mismas caras, se compone ante nosotros como una proyección del presente ¿post?-coronavirus que estamos atravesando: las imágenes de las pantallas que consumimos nos conectan con gente que a la que no podemos tocar, quién sabrá hasta cuándo, como a Tony con su finada esposa; emprendemos la jornada laboral sin otro propósito de terminarla; y al hacerlo, solo queda esperar al día siguiente, no pensar, o hacerlo observando esa pantalla hasta volver a cerrar los ojos hasta que llegue el día siguiente. Encerrados en nosotros mismos, aplanando la curva de nuestro ánimo. En un momento en que cuesta creer ya en nada, ese faltón escurridizo de Gervais, acostumbrado a jactarse de todo sistema de pensamiento, viene a reconfortarnos dando voz a pesares individuales que ahora se siente injustificados, naturalizándolos. La normalidad será fea, pero es nuestra.
En su modestia, After Life conmueve al reconocer la dificultad de superar el dolor tanto como de renunciar a él. Pero convence al no abocarse al cinismo, lo que -especialmente en unas manos tan capaces como las de Gervais- hubiera sido más fácil aún que si apelara a la lágrima.