“Tus amigos, los paletos esos de la porra, no le caen bien a nadie, pero son necesarios, ¿o no?”. El silencio es muchas veces la respuesta clave a la hora de otorgar. Y precisamente este es con el que contesta Laia Urquijo (Vicky Luengo), de Asuntos Internos, para justificar la existencia de los Antidisturbios que dan título a la serie de Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña. Una ficción que juega a porrazos con la violencia no solo física, sino también sistémica que sacude al sistema corrupto, hostil y desamparado que, en efecto, convierte a los agentes de la fuerza policial en inevitables. La ficción, cuyos seis episodios se estrenan este viernes en Movistar, sigue a los integrantes de la unidad Puma 93 a los que un desahucio mal gestionado les cambiará la vida para siempre.
La pareja creativa artífice de la portentosa producción vuelve a sentar en los hogares a personas “incómodas” como ya hicieran con el político corrupto interpretado por Antonio de la Torre en El Reino; acercando las cámaras hasta hacerlas chocar con los cascos de unos maderos encarnados por un reparto merecedor de todos los premios ex aequo del año.
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Hovick Keuchkerian es el jefe del grupo, Salva Osorio, un padre de dos hijas divorciado que estudia para sacarse la oposición y trabajar como administrativo. Raúl Arévalo es Diego López, alguien que concibe su oficio como una forma de “ayudar a que las cosas sean un poco mejor”, y que trabaja separado de su familia, que reside en Galicia. Álex García encarna a Alexander Parra, sobrino de uno de los peces gordos de la comisaría, carismático, presumido y fiestero.
Roberto Álamo se mimetiza con José Antonio Úbeda, el más mayor del grupo, al que la ansiedad le sumirá en el caos y es su mujer quien le hace saltar la alama de que necesita ayuda psicológica. Raúl Prieto da vida a Elías Bermejo, el nuevo del grupo que genera desconfianza en seguida, y que esconde una bomba de relojería de control y obsesión hacia las mujeres con las que se acuesta. Por último, Patrick Criado es Rubén Murillo, el más joven y el que menos cabeza tiene de la unidad. Seis hombres que viven alerta, a los que el uniforme incluye una porra y que transitan en su día a día con los golpes, la obligación de estar siempre a punto, cumplir, y con un profundo miedo.
Es precisamente en el retrato de este sentimiento donde Antidisturbios consigue brillar y estremecer a partes iguales. Con una cámara que especialmente en el inicio de la serie parece pretender estorbar a los personajes, que como cualquier ser humano temen ser agredidos y que las operaciones salgan mal. A ellos también les gustaría que el uso de la fuerza no se diera por hecho, ni fuera la primera opción. Precisamente por ello, desde el comienzo se revela que el desahucio que se les complica con un desenlace fatal podría haberse evitado si aquellos que realmente toman las decisiones -que por supuesto jamás serán los que se enfrenten cara a cara con los que sufren sus consecuencias-, hubieran permitido que se llevara a cabo en mejores condiciones. O al menos, en las que los propios agentes habían pedido.
Y no lo hace para justificarles, generar una empatía que lleve a ponerse de su lado ni convertirse en algo maniqueo. Simplemente expone una realidad a la que normalmente solo nos asomamos cuando se hacen virales vídeos de cargas policiales. Unas imágenes que jamás nos llevarán a preguntarnos: ¿por qué? ¿Acaso no hay otra solución? ¿Son necesarios tales porrazos? ¿Quién les ha enviado allí? ¿Quiénes les han dado la orden y qué es lo que esa o esas personas van a ganar con ello? ¿Cómo son estas personas al volver a casa? ¿Qué hacen en su tiempo libre?
La familia como salvación y verdugo
“Una familia, cuando está unida, no la revienta ni Dios”, expone Parra en una cena del grupo, diciendo en voz alta algo en lo que todos creen. Se conciben como hermanos y como tales se defienden, si hace falta dando una paliza a quienes dieron una paliza a unos de los suyos. “Les dejamos para hacer foie”, describen entre risas de compadreo tras su “acto heroico”. Todo ello en escenas en las que la adrenalina brota por sus poros y Sorogoyen se encarga de retratar para que quede patente.
La tensión y la narración en forma de thriller del director de Que Dios nos perdone permite dejar al espectador por momentos vulnerable ante la dureza y frialdad de unas imágenes que no queremos ver, y que tampoco se exceden. La violencia se palpita no solo en las cargas. Los almuerzos y hasta una partida de trivial se convierten aquí en inquietantes, turbias y de una tensión que se ancla en el cuerpo para quedarse.
Porque en definitiva, esta no es una serie de mamporros y de golpes, Antidisturbios habla de unas personas que se dedican a un trabajo que pese a no ser el más ni mejor valorado, nadie cuestiona su existencia. Y aun va más allá, dado que estas personas no dejan de ser peones de las partidas jugadas por las altas esferas en las que se combinan dirigentes políticos, jueces, empresarios y la propia Policía.
En la investigación que lleva a Urquijo a intentar destapar el verdadero caso por el que esta -a ratos- panda de brutos está acusada, le acompaña Moreno. Otro policía al que encarna un Tomás del Estal que demuestra que los secundarios de la producción están igualmente a la altura de las circunstancias, componiendo el abanico de personajes entre los que no hay buenos ni malos. Y junto a él, Mónica López (El Reino), David Lorente (Mercado central), Marta Poveda (Mercado central) y Malcom T. Sitté (Chiringuito de Pepe).
Con la mímesis de Villarejo incluida, aquí llamado Revilla pero con la misma boina, Antidisturbios ha sido concebida para dar que hablar y, desde luego, sentirla en las carnes. Sus seis episodios molestan como lo hacen sus planos secuencia que se aventuran eternos y no porque estén mal planteados. Todo lo contrario, porque hacen echar de menos los cortes en los que retomar el aliento. Y pensar. Quizás le falten fuegos artificiales en su final, pero al fin y al cabo, ¿acaso los hay en la vida real cuando cualquier operación, investigación o jornada laboral termina? A nadie le importa y todo rápido se olvida. Sobre todo cuando hay quién se dedica a borrar los rastros.