Argumentaba Stephen King en 1982 que casi todos nosotros, habitantes de este gris planeta, y a excepción de algunos santos, albergamos en nuestras dependencias internas un potencial verdugo. Un yo reaccionario, temeroso, que demanda la sangre. La ajena, por supuesto.
Las coordenadas genéricas del horror proporcionan el enclave ideal y, en principio, seguro donde emprender este linchamiento figurado, siempre dentro de unos límites preestablecidos. La clave estriba en dejar la puerta abierta (al final de un libro, cuando las imágenes dejan paso a las cartelas de sus artífices) para poder volver al statu quo inicial. “Me gusta enfrentarme a las películas de terror más agresivas como si subiera una trampilla en mi cerebro anterior y lanzara un cubo de carne fresca con el que alimentar a los caimanes que nadan en aguas subterráneas. Eso evita que salgan, tío. Eso los mantiene allí y a mí arriba”, planteaba el padre putativo de Carrie White, parafraseando a los Beatles. “Todo lo que necesitas es amor. Siempre y cuando tengas a los cocodrilos saciados”.
Ciudad ficticia edificada a partir de los planos bosquejados en papel por King, Castle Rock (Sam Shaw, Dustin Thomason, 2018-¿?) sigue los dictados de su particular demiurgo, cual arca de Noé en la que aunar sus esencias. Su herencia milenaria se asienta y oprime el fuero de un censo en continua mengua, carne de su carne aun sin haber sido el fruto de su repiqueteo de teclas. Suya sería esa “voz de dios” que zumba los oídos de Henry Deaver (André Holland), desamparado en su retorno a su localidad natal marcada por una tragedia de la que se le hizo responsable 27 años atrás. También sería la que impele al malogrado alcaide Lacy (Terry O'Quinn) a recluir a un misterioso muchacho sin nombre (Bill Skarsgård) en un agujero profundo de la prisión de Shawshank durante ese exacto periodo. Su corpus literario queda sacralizado mediante la continua cita, convertida en símbolo de creencia, como ratificando su fervor ante el juicio de la ortodoxia kingniana.
Un espacio (narrativo) en conflicto
Hay un placer casi obsesivo en las referencias que podemos hallar mientras deambulamos dentro de las fronteras de este pueblo catódico -“Veo que entiende de hachas”, concede un recién llegado a Jackie Torrance (Jane Levy), quien dice ser sobrina de cierto escritor de impulsos maníacos-, y los giros que esconde a la vuelta de cada capítulo favorecen que el espectador forastero decida quedarse hasta el desenlace. Como particulares pastores de la palabra de King, Shaw y Thomason saben cómo estructurar su sermón para convertirlo en evento, en visita ineludible.
Ahora bien, potenciar los reclamos turísticos de la urbe a mayor gloria de su patrón acarrea un alto impuesto que no siempre se ve compensado: en ocasiones, el turista puede sentir que se le ha llevado por terrenos pedregosos solo por el mero afán de tenerle entretenido, que se le han abierto puertas que terminaban en habitaciones tapiadas mientras se reorganizaban las estancias principales. También nos lleva a perder de vista a personajes pintorescos que parecían destinados a ganarse nuestra complicidad, hasta quedar desdibujada su función dentro el ecosistema -la citada Jackie, pese a beneficiarse del interés que despierta una actriz como Levy, se asoma o desaparece según la entrega sin que parezca tener un propósito fijo, siempre fuera del foco central-. Estamos ante un conflicto sobre la gestión del espacio narrativo, al compaginar las necesidades que los habitantes requerirían para su pleno desarrollo con las demandas que los aficionados exigen para dar su beneplácito a la empresa. Un conflicto que se resuelve de forma desigual.
La ambición por levantar en apenas 10 horas de televisión un enorme arquitectura que no solo conecte con las grandes cimas presentes en el atlas King sino que intente igualarlas en altura resulta encomiable, pero en cuanto asciende a ciertas cotas, La niebla empieza a condensarse y espesarse. Con semejante bruma, no es de extrañar que el alicatado del final luzca apresurado, con demasiados resquicios, cuando por fin se alcanza. Como si descubriéramos huecos en la estructura que nunca se pretendieron reforzar, no tanto por decisión creativa sino por imposibilidad de hacerlo de forma plenamente satisfactoria.
El horror en el individuo
Castle Rock funciona mejor cuando la narración se desciende a pocos palmos del suelo, cuando se olvida del gran mapa y se fija en individuos particulares, cuando entra en la intimidad de sus casas y examina sus rincones oscuros. Cuando se aproxima a la escala de Las cuatro estaciones antes que a la de La tienda, por citar los dos volúmenes que Shaw y Thomason escogían como sus respectivas lecturas predilectas del de Maine.
Entonces la serie nos depara un episodio tan formidable como La reina, no en vano con libreto del primero de los guionistas, donde la inquietud nace de materializar la experiencia del alzheimer que padece Ruth Deaver (Sissy Spacek, para la que sobran ya apelativos) y su empeño imposible por situarse en el momento presente. Este séptimo capítulo trabaja sobre la memoria individual e intransferible de la mujer, de una forma cercana a la que ya lo hacía la modesta pero reivindicable adaptación que supuso Viaje a las tinieblas (Riding the Bullet, Mick Garris, 2004). Lo hace sin abandonar su punto de vista, abandonándonos con ella dentro de ese chico laberinto, haciendo coherente su incoherencia. El tiempo adquiere una cualidad espacial, confundiéndose el continuo e involucrándonos con ella y su sufrimiento como ningún otro fragmento de la ficción conseguirá. La ordenación emocional que establece entre sus recuerdos, y con ello de la trama, es mucho más enriquecedora a nivel dramático, y desde luego más estimulante, que la tramposa condición expositiva de Henry Deaver y Romanos, las dos últimas partes en que se divide la temporada.
Frente al carácter omnisciente de estos tramos, también merece destacarse el pequeño formato del octavo capítulo, Pasado perfecto, bajo la batuta de una Ana Lily Amirpour que dirige su interés en un matrimonio (Mark Harelik y Lauren Bowles) recién llegado, aparentemente mediocre, aparentemente civilizado. Mirando con catalejo al interior del Overlook, se nos plantea la apertura de una casa rural dedicada a replicar los grandes crímenes que ha albergado el lugar, una historia negra a la que sus regentes acabarán contribuyendo cuchillo mediante. Castle Rock profundiza ahí en la pulsión violenta reprimida en la psique humana, en la locura inherente al individuo que el influjo de las historias de King contribuye a canalizar.
Esa idea del linchamiento necesario, inevitable, impregna toda Castle Rock. A su modo, cuando la serie sacrifica parte de su potencial para complacer las ansias de la turba de seguidores de Stephen King, lo hace porque así garantiza su propia supervivencia, su statu quo, de igual modo que el alcaide custodiaba bajo candado al Chico, de forma similar a la que la localidad en conjunto culpa a Henry Deaver de sus males. Todos, más aún los fabuladores, tienen un verdugo dentro. Y hay que mantener saciados a los cocodrilos.
*La primera temporada de “Castle Rock” se encuentra disponible al completo en Movistar+ Series desde el sábado 13 de octubre.