Crítica VERTELE

“Gigantes”: Urbizu marca el territorio televisivo a palo seco con una saga animal

Abraham Guerrero y su prole aparcan su tartana en los primeros minutos de Gigantes (Manuel Gancedo, 2018-¿?). La oscuridad en que se sume la escena, apenas iluminada por los faros del vehículo, nos sitúa en un paraje a las afueras de Madrid, un lugar indeterminado, de paso. Mientras el patriarca desciende del vehículo para ajustar cuentas junto al primogénito, armado con la pata gastada de una mesa de nogal, el mediano y el pequeño observan desde la distancia, amparados en la luna del coche, listos para recibir una clase magistral.

El espectador toma asiento con ellos y se pierde en el barroquismo con que Enrique Urbizu reviste la nave: el vaivén del parabrisas raspando el cristal marca la cadencia, mientras el rugido perpetuo del motor y la lluvia impactando sobre el suelo compone una melodía abstraída. Sobre ella, el pater familias entona su recital violento. La Gitana hechicera de Peret aparece para distanciar al espectador de la dureza de la imagen y subrayar la identidad de la familia en una anotación paródica: “Una sagrada familia se ha levantado en su interior”, canta la rumba.

La composición remite directamente a un referente mayúsculo, a la operística de Leone. Máxime si analizamos en conjunto el prólogo, al que la secuencia descrita sirve como cierre. La mirada se pierde y se emborrona y de pronto revisitamos el inicio de Hasta que llegó su hora (C'era un volta il West, 1968) y la interminable espera de los secuaces que aguardan el tren en busca de Harmonica. El trío contempla el horizonte mientras se envuelven, en silencio, en una hilera de sonidos: el del viento meciéndose, el ruido de la rueda oxidada del molino al girar, el taquígrafo, la gotera sobre la brillante coronilla de Woody Strode, el moscón que saca partido de la bizquera de Jack Elam, la madera que cruje al paso de las espuelas...

La obra maestra definitiva del gruñón italiano, la que debía despedirle del género, narraba el final del Salvaje Oeste, el albor de una nueva era en la que el vaquero no hallaría acomodo. El inicio de una nueva manera de entender la sociedad, el mundo. La masculinidad, si se quiere. Los dos primeros capítulos de Gigantes, novena ficción original de Movistar+ dirigida por el responsable de La caja 507 (2002) y Jorge Dorado, también hablan de eso, del traspaso de poderes, de la desaparición de un orden vetusto. Un cambio de forma, no de fondo.

Reliquias de un viejo mundo

Gigantes es una serie sobre un mundo en extinción y el advenimiento de uno nuevo, flamante y enérgico. Un hijo que desprecia al padre, pero destinado a imitarle, a heredar sus gestos, aun mascarados. La sangre es el lazo de manera literal: lo que une al jefe del clan y a sus díscolos vástagos es la capacidad para perpetrar dolor alrededor, con sus propias manos (a través del boxeo, como Clemen, el menor) o de la palabra (Tomás, con su manejo de la retórica y de las cuentas) lo pretendan o no. Ahí vemos al esforzado púgil de la familia, que insiste sin éxito en mostrarse servil a los demás, causando conflicto. No puede evitarlo. Les viene de casta.

Así es el mundo, así sean sus hechuras. Fotografiada por Unax Mendia con una relación de aspecto de 2.35:1 con lentes anamórficas, las imágenes de Gigantes se dibujan como espectros de otras viejas, distorsionando entre los límites del encuadre la realidad del Madrid castizo y lumpen, convertido en un paisaje seudolegendario.

Al igual que ocurre con la de John Carpenter, en la puesta de escena del bilbaíno acostumbran a filtrarse sedimentos del Oeste. El poso se densifica especialmente en el capítulo inaugural, Devastación, con la composición de los duelos entre el payo Abraham y el gitano Pátina (Manolo Caro), tanto los planos de conjunto de tiro bajo, donde estira la profundidad de campo y arropa al líder de “Los Chitos” con más figurines al fondo, como unos primeros planos sostenidos y a cual más cercanos, con una angulación y expresividad propia del eurowestern. Incluso parece canalizarse en la silueta del secuaz incorporado por Óscar Higares, con su espesa perilla y su tez morena, la figura de un secundario imprescindible como Aldo Sambrell.

Marcando el territorio

Casi coincidente en su estreno con el de Vivir sin permiso, las producciones de Movistar+ y Mediaset comparten a Coronado como figura paternal en pleno trámite de su legado. Ambas se formulan como sagas familiares, si bien la enunciación de una y otra se sitúa en parámetros opuestos, no solo en cuanto a los referentes o tono (la de Telecinco se interesa por los grises de personajes cuestionable; la de Telefónica, por su parte, apuesta por sumirse en el negro inmundo), sino en cuanto a la presencia del actor, menos presente, más subyacente en Gigantes.

Si Nemo Bandeira conserva aún el aire de marinero, Abraham Guerrero es la bestia que acecha bajo la superficie. Si el guion de Aitor Gabilondo humaniza, el que escribe Miguel Barros animaliza. Véanse la melena lacia que cerca su rostro, su respiración fatigosa como un rugido, o esas hombreras altas con las que parece adoptar una posición de continua alerta, casi encorvado, que transfigura al talludo galán en un león hambriento. O ese afán destructor, implacable con su manada como con los foráneos.

Todos, al final, pretenden la autoridad que él posee, el miedo que despierta. Todos quieren marcar su territorio, algo que se hace literal en el primer episodio cuando Pátina orina en el terreno de Abraham antes de poner rumbo a su exilio; o en el segundo, con Daniel (Isak Férriz): “Llamé a una puta, me la follé en el sillón de papá”. Lo viril, claro está, es el gran órgano de poder del viejo mundo.

Pero en el nuevo mundo, alcanzar un poder tal es inasumible, al menos en solitario. La preservación de la especie, del gran felino, depende de la unión de los tres hermanos, de que aprendieran la lección impartida a palo seco. Urbizu ha aprendido, también, de la vieja escuela. El comienzo de esta generación gigante lo prueba: la elusión casi paranoica de cualquier exposición, el afán contemplativo o la vehemencia de la acción, identificables en su obra cinematográfica previa, se reafirman en una serie de televisión de convicción y confianza plena en sus propias facultades. La convicción del que ya es perro viejo. Solo así se puede instaurar la ley en la jungla catódica.