No es un Friends, un Frasier ni un The Office. Tampoco un Modern Family. No pasará a la historia como Cheers ni quedará grabada en la retina de toda una generación, a lo Príncipe de Bel-Air. Pero funciona, que es lo que a fin de cuentas realmente trasciende para la plataforma que la originó.
El espectador no debe esperar sorpresas al visionar la segunda temporada de Santa Clarita Diet... porque no las hay. La comedia zombie creada por Victor Fresco trae acertadamente a Netflix diez episodios de 'más de lo mismo'. Esto es, un producto pensado para el suscriptor binge-watching: entretenido, lleno de situaciones macabras y de bien medidas carcajadas -si logra dejar de lado las arcadas-.
Pero ni eso, ya que quien ha visto la primera entrega de la serie hasta el final es porque ha demostrado tener un estómago poco dado a la sensibilidad. O, al menos, haberse 'curado de espanto' en ese sentido. Y es que los asesinatos -justificados bajo la premisa de cumplir una suerte de labor social al decidir eliminar solo a quienes aparentemente lo merecen- continúan estando a la orden del día y, evidente aunque lamentablemente para los Hammond, también la sangrienta dieta de Sheila (Drew Barrymore).
La historia que relata esta nueva tanda, la cual llegará a la plataforma el próximo 23 de marzo, arranca exactamente desde el punto y final de su antecesora. Joel (Timothy Olyphant) y Abby (Liv Hewson), junto a la inseparable ¿ayuda? de su vecino Eric (Skyler Gisondo), retoman su agotadora cruzada para sepultar de una vez por todas el estado “no muerto” de la matriarca.
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Sin embargo, no están solos. Pues, por ejemplo, en los cinco primeros episodios descubrimos que arriba la competencia: Joel McHale y Maggie Lawson encarnan a Chris y Christa, una nueva pareja de exitosos agentes inmobiliarios que llegan al barrio de Santa Clarita, en Los Ángeles, para complicar todavía más el asunto. Además, Zachary Knighton también aparece en escena para ponerse en la piel del imparable 'elegido' que tiene previsto descubrir la verdad sobre el brote zombie. Y luego las cosas se tuercen un poco. Quizá algo más que solo un poco, pero eso mejor que lo descubráis solos.
El ritmo de la serie, por otra parte, sigue siendo ligero y fresco -nótese el doble sentido...-. No hay dos minutos en la acción en la que no ocurra nada. El espectador no se aburre porque siempre ha de estar atendiendo a algo o a alguien. Exactamente igual que en la primera temporada, aunque ello no la hace peor. No. La cuestión no está en la celeridad de la narración... sino en la propia narración:
Al menos, en la primera mitad de esta nueva tanda de episodios, los problemas se multiplican y Santa Clarita Diet sigue adoleciendo de una ristra de soluciones viables. Porque claro, si Sheila se cura se acaba la serie, ¿no? Pero Netflix sabe cómo estirar el chicle sin que se le rompa; cosa que aunque valga para una segunda temporada, tal vez no sirva para una tercera. Es decir, el público ya lo ha visto todo y precisa cambios en el entramado que, sin olvidar que puede ser demasiado pronto, brillan por su ausencia.
Por otra parte, hay un par de cosas que es probable que llamen la atención del espectador. Primero está la facilidad con la que se normaliza la cuestión de la muerte en las vidas de una aparentemente modélica familia de California, un hecho que no ocurría con tanta ligereza en la primera temporada. Resulta incomprensible cómo Joel sigue al pie del cañón y no sale por patas pese a tanta adversidad. Eso es amor del bueno lo que siente por su compañera, la versión femenina de Dexter.
Más de lo mismo pasa con Abby, la hija que ambos tienen en común. Cualquier otro en su lugar habría requerido de ayuda psiquiátrica; pero lejos de asustarse, la joven demuestra una entereza -o intrepidez, todavía no queda muy claro- verdaderamente admirable. La ficción, así, no solo es poco realista por explotar el universo zombie, sino que parte de una premisa tan original y extravagante que fuerza a extrapolar esa poca credibilidad a las consecuencias que de ella derivan para dar cierto sentido a la tramas.