Michael Robinson
El conquistador de salones

Michael Robinson, en octubre de 2019

Ricardo Sierra

Cuando en mayo de 1995 entré como becario en los estudios de Canal+, lo hice con la ilusión y el deseo de intentar trabajar en El Día Después. El programa llevaba 5 años en antena y ya se había convertido en un referente para los estudiantes de Periodismo.

Pensé que para ganarme esa oportunidad tendría que trabajar muy duro ese verano y esforzarme al máximo para que Michael Robinson, y Alfredo Relaño, por entonces director de deportes de C+, confiaran en mí de cara a la siguiente temporada. Y así fue.

Pero no sólo contaron conmigo, sino que lo hicieron con todos los becarios de mi promoción. Y es que Michael Robinson nunca descartaba a un posible colaborador de antemano. Él siempre otorgaba a todo el mundo el beneficio de la duda. Como habían hecho con él en Osasuna cuando le ficharon. Él también se la otorgaba a los demás en todas las circunstancias de la vida. Aunque no hubieras demostrado nada.

El trabajo que nos encargaba al principio, dentro de mi ingenuidad, no parecía demasiado complicado. Cada redactor iba a un campo de fútbol acompañado de un compañero cámara y nos permitía grabar las imágenes que nos diera la gana. De fútbol, de grada, de banquillos, o de los vendedores de pipas. Te permitía realizar “tiros al aire”, como él los llamaba, si creías que en esos lugares podías encontrar una historia digna de ser contada. Es decir, te daba libertad absoluta. Parecía un chollo.

Y así, íbamos cada domingo a todos los estadios en busca de imágenes para nutrir el programa y alimentar “lo que el ojo no ve” que para nosotros era simplemente “el ojo”. Cuando metías una imagen o una pequeña historia en la sección, sabías que “tu tiro al aire”, había dado en el blanco. Y Michael se encargaba de hacértelo saber, dándote más confianza y más libertad para la siguiente jornada.

Sólo ponía una condición. “Tened en cuenta- nos decía- que al contar una historia en TV vais a entrar en el salón del espectador, vais a invadir el corazón de su casa, así que, por favor, hacedlo con todo el respeto del mundo”.

Y la suerte que tuvimos todos los que trabajamos con él, es que cuando la historia o el “ojo” que habíamos grabado, no era demasiado buena para meterla en el salón de nadie, él siempre la podía arreglar, porque sencillamente sabía contarla de maravilla. Él nunca invadía los salones, él directamente, conquistaba al espectador.

Porque entre otras muchas cosas, Michael era sobre todo un excelente contador de historias. Y con el paso de los años, seguramente sin él pretenderlo, ha llegado a convertirse en el mejor maestro posible para todos los que aspiramos a poder contarlas.

Siempre tuvo un extraordinario instinto televisivo y creía como nadie en el poder de una buena imagen. Porque cuando las imágenes no necesitaban de las palabras para narrar una historia, Michael hacía lo más difícil que se puede hacer en televisión. Se callaba.

Ese dominio del silencio también lo tenía a la hora de comentar los partidos de fútbol junto a su “tronco”, Carlos Martínez. En algunos partidos podía estar varios minutos sin hablar. Y siempre decía “si no voy a aportarle algo al espectador, mejor no digo nada”. Michael prefería estar callado antes que decir una obviedad. Eso sí, cuando habla, hay que escucharle. Porque Carlos cuenta como nadie lo que está pasando en un partido, pero Michael es el mejor explicando por qué pasa todo lo que está contando Carlos.

Revolucionó la manera de entender y contar el deporte en televisión. Ese espíritu curioso, innovador y también exigente le hacía trabajar constantemente en la búsqueda de nuevas ideas y diferentes proyectos. Y así llegó con el paso de los años Informe Robinson. Simplemente, una joya de la televisión, y también Caos FC, donde de la mano de Raúl Ruiz, nos hizo reír y emocionarnos a partes iguales, con el fútbol modesto como excusa.

Y una vez que ya tenía dominado el mundo de la imagen se lanzó a la conquista de la palabra con Acento Robinson en la radio. Porque precisamente ese acento “guiri” que le acompañó hasta el último día, y su adicción constante a utilizar a su manera expresiones populares, - “gallina de piel, más peligroso que una piraña en un bidé o más quemao que la moto de un hippie”- nos engañaban. Michael tenía un extraordinario dominio del castellano y un riquísimo vocabulario. Se había esforzado mucho en conseguirlo desde que llegó a España.

Porque Michael creía sobre todo en el fruto del trabajo y el esfuerzo. Si algo le salía mal no buscaba culpables alrededor suyo. Simplemente pensaba que no se había preparado lo suficiente. Es lo que tienen los perfeccionistas.

Y como buen maestro que ha sido, Michael nos ha estado dando lecciones de como contar historias hasta el último día. En este caso la suya. La de su propia vida y cómo enfrentarse al cáncer. Siempre fue un tipo tremendamente vital, que contagiaba optimismo y buen rollo a todas horas. Y así lo siguió siendo en los últimos meses. Se encargó constantemente de levantar el ánimo de todos los que le rodeaban y arrancarnos una sonrisa. Porque tenía una premisa muy clara. “Igual el cáncer me acaba matando, -nos decía a todos- pero no voy a permitir que me mate mientras esté vivo”.

Y con esa idea ha exprimido la vida hasta el final.

Así que Gracias por tanto Michael. Gracias por ser un maestro. Gracias por ser un buen jefe y un mejor compañero. Y Gracias por dejar que te acompañara en algunos ratitos de tu vida. Tú me vas a acompañar en el resto de la mía.

Te quiero amigo.

Ricardo Sierra

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