El buque británico insignia de Netflix vuelve a casa por Navidad. Han pasado más de quince meses desde que despidiéramos a uno de los mejores productos de la plataforma con, nos atrevemos a decir, su mejor temporada. La tercera de Black Mirror arrancó con un alegato contra la dependencia de las redes sociales, transitó por su habitual terror distópico e incluso nos regaló la más bella historia de amor lésbico en San Junípero.
Las expectativas desde entonces no han dejado de crecer, sobre todo en el año en el que la tecnología falló peligrosamente. Charlie Brooker lo sabía, y por eso esta nueva temporada parece diseñada al milímetro para causar un impacto digno de El himno nacional, su perturbador piloto. Así que no nos engañemos con la paleta de colores saturados y los paisajes de ensueño de las imágenes de promoción, ya que la cuarta ha sido descrita como la más terrorífica de todas.
La naturaleza autárquica de los episodios de Black Mirror invita a analizarlos con detalle. Y eso es lo que vamos a hacer. USS Callister será el primero y cada semana habrá una reseña con los siguientes para, al final, hacer un ranking para elegir el favorito.
Antes de empezar, conviene advertir que estos análisis no están libres de spoilers, así que absténganse los que no tuvieron la oportunidad de ver el primer episodio y aprovechen las fiestas para ponerse al día.
Una de las características más espeluznantes de Black Mirror es que pocas veces sus historias acaban con un final feliz. Es más, suelen ser finales abiertos en los que el ser humano nunca corre más rápido que la tecnología, sino que acepta su destino con sumisión, tanto dentro como fuera de la pantalla. Sin embargo, USS Callister es uno de los pocos en los que Brooker afloja la soga y no nos deja con la asfixia tras los créditos.
Su estética trekkie puede llevar a equívoco, pues detrás de esos disfraces de naylon se esconde una de las historias más originales y enfermizas de la antología. Todo empieza en Callister, una empresa de realidad virtual que ha creado un juego viral llamado Infinity.
Como suele pasar en esta serie, nada es lo que parece. Ni los malos ni los buenos. Al principio es fácil empatizar con el director tecnológico de la empresa, Bob Daly, un tímido y educado genio que trabaja aislado en un despacho sin que sus subordinados le respeten un carajo.
Al otro lado, está James Walton, el CEO de la empresa que “ambos” crearon, el líder carismático y severo que hace funcionar la máquina. Tiene todo lo que le falta a Bob y que más anhela: presencia, el cariño de los compañeros y una fascinación sibilina sobre las mujeres.
Las tornas, sin embargo, cambian en Infinity, el juego que Bob está desarrollando y donde ha tomado como avatares a sus colegas de oficina. En la nave USS Callister, él es el capitán y el resto del equipo le temen y admiran por igual, incluido James, un paria que hace la ola cada vez que su caudillo pestañea.
Es un oasis de escape inspirado en su saga favorita Space Fleet -guiño a Star Treck-, donde todos los que le hacen bullying a diario, incluido el becario y la recepcionista, le rinden pleitesía.
Pero, ¿qué ocurriría si Infinity fuese algo más que un juego? Bob dejará de ser el pobre torturado cuando descubramos que, en efecto, sus avatares son mucho más que muñecos imaginarios con apariencia de sus enemigos. De hecho, son ellos mismos. A través de una máquina de ADN, Bob consigue duplicarles en su código, de forma que existen simultáneamente en el mundo real y en su fantasía nerdie, aunque piensan, sienten y recuerdan de la misma forma en ambos.
Todo cambiará cuando Bob capte a Nanette, la informática nueva y la única persona agradable con él en toda la oficina. Es entonces cuando comprenderemos que no solo le mueve el deseo de venganza, sino el de posesión. Desea a Nanette, pero no tanto como para tener un romance con ella, solo para usarla como si fuese una marioneta. La chica nueva será la única que consiga mantener a raya su miedo y piense cómo rescatarles de esa dictadura en forma de nave USS Excelsior.
Disparando a los héroes y a las víctimas
Charlie Brooker se hizo famoso escribiendo de videojuegos, un sector que no le es ajeno en absoluto. USS Callister es su forma de criticar ese peligroso mundo virtual en el que algunas veces se aislan los jugadores y que despierta sus peores instintos, como ocurrió en el caso de la matanza de Conneticut y de Collumbine. No es una crítica a los videojuegos, a la vista está que es una de sus pasiones, sino a los que no consiguen distinguir los límites entre realidad y fantasía.
El personaje de Bob Daly, sobre todo al principio, es el de la pobre víctima de acoso, el marginado que aguanta a diario el escarnio de su entorno...hasta que estalla. Usa sus dotes intelectuales para fraguar un golpe vengativo sin parangón. Una historia que ya hemos escuchado otras veces, y en la vida real. Sin embargo, al final solo es un enfermo de ira, alguien incapaz de sentir simpatía o escrúpulos, ni siquiera por la chica que le gusta.
Otra de las dianas de Brooker son los jefazos de las grandes empresas tecnológicas. Esos Steve Jobs o Julian Assange, que son líderes a ojos de todos menos del equipo que le aguanta a diario.
Todas estas capas convierten al primer episodio de la cuarta de Black Mirror en uno de los mejores. Eso sin contar con el pulso narrativo que consigue mantener en la nave, un escenario tan repetitivo que podría volverse cansino. La heroína, a la que interpreta una fantástica Cristin Milioti, es la piedra de toque de la nueva temporada. Tan creíble en ambos mundos que consigue mantener ese hilo invisible que une la inmensidad de la red con el código de nuestro ordenador.
Un buen aperitivo de la que promete ser una temporada dispuesta a heredar la simbología, el terror y las lecciones de la tercera. Estén atentos, porque aún hay cinco más.