“Ha sido una reconciliación con mi oficio, ha sido volver a recuperar la nobleza y el disfrute de este oficio”, así define Enrique Urbizu la experiencia de levantar a sus Gigantes en Movistar+, su siguiente obra tras ganarse el aplauso mayoritario con No habrá paz para los malvados y una frustrante experiencia en la adaptación televisiva de Alatriste. Un proyecto complejo que ha necesitado de casi dos años desde su luz verde hasta su llegada al catálogo de la plataforma.
Complejo por lo que ha requerido esta historia, que parte de una idea seminal del actor Manuel Gancedo (presente también en el reparto) y que se reinició con un “proceso de reescritura bastante integral del material”, con la inclusión en el equipo creativo de Miguel Barros y Michel Gaztambide; y que acabó con su implicación total (de inicio, había acordado dirigir solo el piloto, y ha acabado dictando la vida de los Guerrero). Pero sobre todo complejo también por lo que propone al espectador a un nivel formal.
Porque Gigantes se cimienta sobre una concepción muy particular de la imagen y del cuadro, como demuestra que se haya optado por el Scope (2.35:1) con el empleo de lente anamórficas, y la primacía del silencio sobre la exposición dialogada.
El cineasta, que combina su oficio con la didáctica (ejerce de profesor en la Universidad Carlos III y en la ECAM), está entregado a combatir el “abuso de lo funcional que imponen las industrias televisivas”, para hacerla “cómoda y previsible”. “Tenemos que luchar contra eso, recuperar herramientas expresivas que se nos han hurtado: el encuadre, el formato, la composición, el plano general... Una serie de cosas que, por un devenir extraño, están prohibidas en la ficción televisiva. ¿A santo de qué?”, cuestiona el responsable de La caja 507 y La vida mancha.
“En determinados despachos se tilda al espectador de ente idiota, que no discierne en nada lo que ve. El espectador ha de ser un ente colaborativo y que ayude a construir el sentido de las imágenes. No dirijo para máquinas, sino para personas que saben mirar”, sentencia con la contundencia de Abraham Guerrero. “Lo que pretendo, sin enmendarle la plana a nadie, es sacarle chispas a todas las posibilidades que me ofrece mi lenguaje. El resto que haga lo que quieran”.
En esa cruzada contra la monoforma que ha emprendido con la ayuda de viejos colaboradores a ambos lados de la cámara, resalta el “comportamiento absolutamente respetuoso y de confianza de Movistar y productores”. Una cruzada que se beneficia, a su juicio, del hecho de que “no hay ni trama ni misterio, ni whodunit ni nada que descubrir, solo camino que recorrer”: “ Eso te da muchísima libertad, no ya desde el guion, sino desde la realización y la interpretación”.
La suficiente libertad como para que el director, que no esconde nunca la influencia del western, ha hecho quizás más evidente que nunca esa influencia en su narrativa y en personajes como Caracaballo, encarnado por Óscar Higares (“está totalmente Peckinpah, fantástico. Lleva todo el campo en la cara”, le elogia): “A veces se intuye de manera más exacta y otras pasa que se te escapa un ángulo...”, reflexiona. “Creo mucho en la porosidad entre géneros. De manera no consciente manejo todos esos bolos a la vez”.
También ha podido explorar la acción, con secuencias de lucha que remiten al cine de artes marciales mixtas, para las que se ha ayudado del equipo de Ignacio Carreño, jefe de especialistas.
Tras la promoción de la primera temporada, a Urbizu le toca encerrarse en la sala de montaje para cortar la segunda. A diferencia de la inaugural, en la que compartió galones de director junto a Jorge Dorado, la siguiente remesa de episodios vienen de su puño y letra. Prefiere no ponerse metas a largo plazo con la continuidad - “es un tema abierto, Movistar hace bien en esperar a ver si nos gusta igual o más”-, ronda un sugerente título para su posible regreso al largo, Satán ha oído hablar de ti. “Ojalá se pueda hacer el año que viene... Pero ahora estamos con Gigantes”.