Azares de la vida, en 2014 se agolpan dos secuelas tardías que debemos, en última instancia, al genio desquiciado (más lo segundo que lo primero en los últimos tiempos) de Frank Miller, y siguiendo con las casualidades, ambas propuestas encuentran en Eva Green uno de sus más destacados reclamos. Antes de que Sin City II: Una dama por la que matar (Sin City II: A Dame To Kill For, Robert Rodríguez, Frank Miller, 2014) brinde otro noir fotocopiado directamente de las viñetas de las que parte, toca el turno de una nueva horda de 300, que desembarca en cines con similares apeos que su precedente pero sin su artífice, Zack Snyder, y apostándolo todo a la magnética presencia de la actriz francesa.
Ocho años separan la que nos ocupa de aquel taquillazo liderado por Gerard Butler, aquí presente solo vía archivo. Desde entonces, sus dejes estilísticos –violencia hiperbólica y pomposa, con insistencia en el ralentí hasta hacer de cada plano un cuadro viviente; discursos arengantes de ideología cuando menos confusa; y, por supuesto, el elogio a la vigorexia– han sido mimetizados en los posteriores acercamientos al péplum que cine y televisión han aportado, con muy variopintos resultados (tanto artísticos como comerciales). Independientemente de la valoración que podamos hacer sobre 300 (ídem, Zack Snyder, 2005), es innegable que ha marcado época (sic) y sentado un precedente demasiado goloso como para no repetirlo. El origen de un imperio (300: Rise of an Empire, Noam Murro, 2014) cambia espartanos por atenienses y Las Termópilas dejan paso a la batalla naval de Salamina, con Temístocles (Sullivan Stapleton) como nuevo cabeza visible del frente, pero imitando la caligrafía de la anterior y exaltándola hasta niveles ¿involuntariamente? paródicos.
Desde el principio, con esa narración ahora emprendida por Lena Headey (aquí más una special guest star que otra cosa), El origen de un imperio se pretende solemne y épica, pero en el fondo es tan psicotrónica como cualquier Maciste o Ursus perpetrado en los sesenta. Lo cual sería no solo respetable sino muy disfrutable, de no ser porque la película tardara en ser honesta consigo mismo y abrazar sin ambages esa naturaleza puramente trash y petarda. Mientras tanto, empacha hasta la extenuación al espectador de sangre y entornos digitales: una exasperante hipertrofia visual de la que es difícil sacar algo en claro más allá de algunos músculos trémulos.
Es a través de una impetuosa Eva Green, aquí una helénica dominatrix sedienta de sangre, como la película puede desmelenarse y encontrar así su verdadera identidad, descendiente de aquellas delirantes películas de sandalias y cartón piedra que se reprodujeron como conejos en la Italia de hace unas décadas. El origen de un imperio da un vuelco a partir del, más que encuentro, enfrentamiento sexual entre su Artemisia y Temístocles, una secuencia deliciosamente borrica y sucia tras la que el filme parece por fin aceptarse y divertirse, divirtiéndonos con ellos. Lo que deviene es un sinsentido bien cachondo en el que se potencian los diálogos queer entre los hercúleos y semidesnudos soldados griegos, las insensateces más descabelladas (esa última cabalgada del general ateniense) y, cómo no, el gore, aunque siga siendo esa casquería de diseño y píxel impoluto a la que nos hemos tenido que acostumbrar. Sirvan estos postrimeros momentos de regocijo quizás no para evitar el naufragio de estos 300, pero si al menos para indultarlos y salvarlos de la quema.