Arasat es un tranquilo barrio de la periferia de Bagdad que no suele verse perturbado por incidente alguno. Posee buenos restaurantes donde se sirve un apreciable vino libanés, frecuentados por una clientela de clase media totalmente ajena a la violencia. ¿Cómo se explica entonces la explosión de la bomba que detuvo el reloj de la vivienda de la familia cristiana al otro lado de la carretera, enfrente del hotel Aike? Marcaba las 6.51 horas de la mañana. Lo cierto es que esta bomba también hizo saltar por los aires muchos espejismos...
La cadena de televisión norteamericana NBC tenía sus oficinas en un edificio de apartamentos de estilo pseudogriego donde sólo había un vigilante nocturno, de modo que los corresponsales extranjeros se sentían a salvo, lejos de los carros de combate y vehículos de transporte de las tropas norteamericanas que protegen el hotel Palestina y de otros objetivos sensibles en Bagdad.
Anteayer, aún en la cama, oí la explosión. ¿Un súbito cambio de presión atmosférica?, pensé. No. Mató al portero somalí del hotel y cuando llegué al lugar de los hechos observé las manchas de sangre y fragmentos metálicos habituales, el temporizador de la bomba hallado por un periodista y tal vez la batería de la misma bomba encontrada por este corresponsal en el tejado de la casa de enfrente. Pudo comprobarse que se había tratado de una pequeña bomba colocada tras el generador eléctrico del hotel con la firme esperanza de que hiciera estallar el edificio.
Naturalmente, el portero somalí que resultó muerto era sólo una pequeña parte del drama. Se informó al mundo de que un hotel en Bagdad había sido objeto de un ataque, que las oficinas de una cadena de televisión norteamericana habían sido el objetivo y que sólo se había registrado la muerte de “un” somalí. No tenía nombre. Nadie conocía su nombre. Sin embargo, sabían el de David Moodie, el técnico de sonido de la NBC que recibió el impacto de los cristales rotos en su brazo. Las noticias señalaban: “Los norteamericanos, objeto de un ataque con bomba en Bagdad”. Lo que, naturalmente, era lo que pretendió el agresor.
Puede apreciarse ahora cómo tramó el ataque su instigador. En primer lugar, atacar a los norteamericanos. A continuación, elegir un hotel como objetivo. En tercer lugar, asegurarse de que el ataque recibiría más publicidad que la matanza de pasajeros civiles de un autobús del servicio público iraquí. Recuerdo las muertes del miércoles, cuando una bomba en una cuneta estalló al paso de un autobús en lugar de hacerlo al paso de una patrulla militar norteamericana.
Esta última bomba a que me refería fue colocada detrás del generador eléctrico del hotel –una máquina esencial en la vida cotidiana de Bagdad en estos momentos desde que el suministro eléctrico sólo funciona durante quince horas al día–, mató al somalí y estalló en los mismos ventanales del restaurante Nabil, al otro lado de la carretera.
Era sólo cuestión de tiempo que hicieran acto de presencia las fuerzas de ocupación norteamericanas.
El coronel Peter Jones, del destacamento especial 1-6, nos dijo que se había tratado de un “dispositivo explosivo improvisado”. Mucho después de que él se hubiera marchado, el FBI y sus agentes fuertemente armados llegaron en dos vehículos todoterreno –uno de los agentes mostraba un marcado acento inglés “cockney”– para evaluar el atentado. Demasiado tarde para el mecanismo de relojería; ni siquiera identificaron el reloj en la casa de enfrente. Acabó con la vida del portero cuando faltaban nueve minutos para las siete de la mañana. Aquí radica el problema: poder procurarse escolta propia de seguridad y armas de uso propio. Además, las cosas se complican cuando se llega al lugar de los hechos mucho después de producido el ataque.
Demasiado tarde, ciertamente, para hacerse cargo de las consecuencias de la explosión en la vida de la familia cristiana residente al otro lado de la carretera. Allí estaban sus componentes –profesionales: el marido, por ejemplo, representante de Daimler en Bagdad– preguntando quién pagaría los cristales rotos, las puertas reventadas y los sofás hechos trizas, los mismos en los que dormían cuando la bomba hizo explosión. El hombre añadió: “Al menos, antes de esto podía tomar tranquilamente el té en el césped de mi casa”.
En consecuencia, ¿qué pueden hacer los iraquíes? Nada. ¿Qué pueden hacer los periodistas occidentales? Pasar desapercibidos en hoteles sin protección como el Aike. O apiñarse como roedores en los alrededores del hotel Palestina defendido por un ejército de policías iraquíes y tropas norteamericanas.
¿Era Arasat un lugar seguro? Lo era al menos hasta que los chicos de la NBC se presentaron para vivir aquí, cargando con su parabólica y sus focos para instalarlos en el terrado. Muchos corresponsales occidentales acreditados en Bagdad sopesaban anteayer por la noche el grado de seguridad de que gozan en la capital. ¿Fue la bomba de anteayer un aviso? ¿O sólo un ataque propagandístico con un desgraciado somalí como única víctima?
No es menester añadir que anteayer por la tarde en Bagdad se prestó mayor atención a la muerte de Aquila Al Hashimi, la ex militante baasista integrada en el Consejo Provisional iraquí nombrado por Estados Unidos, tiroteada y gravemente herida en un intento de asesinato el sábado pasado. Una emboscada de gran precisión. La carretera cercana a su casa fue cortada mientras ella abandonaba la vivienda a primera hora de la mañana.
Al Hashimi había sido operada de heridas de bala en el abdomen en el hospital Kindi y trasladada posteriormente a un centro sanitario norteamericano a las afueras de la capital. En un principio se informó de que la antigua funcionaria del Ministerio de Asuntos Exteriores del régimen de Saddam Hussein se hallaba “fuera de peligro”. Anteayer murió a consecuencia de sus heridas. Se trata del primer miembro del Gobierno iraquí tutelado por Estados Unidos que es asesinado