Opinión

¿Donde está el sentido común?

Hace años emitieron en Canal + un documental estremecedor titulado ¿Podemos creer en las audiencias? En él se demostraba que la medición de audiencias en Estados Unidos, que lleva a cabo la empresa Nielsen, es una chapuza digna de Pepe Gotera y Otilio. Se hablaba de un fenómeno titulado la fatiga del botón, que consiste en que los depositarios de los audímetros acaban hasta el gorro de tener que apretar el mando a distancia con el que se identifican ante el aparato y al cabo de los meses pasan olímpicamente de hacerlo. También se denunciaba el hecho de que muchos americanos se niegan a aceptar en su hogar un audímetro (por las molestias que supone tener que ocuparse de él) y los empleados de Nielsen se ven obligados a instalarlos en casas que sí los admiten, pero que no reúnen todos los requesitos, que diría la Esteban, necesarios para ser estadísticamente significativas. Por estos y otros motivos, la muestra de Nielsen se aleja sobremanera de la inicialmente prevista y esto altera de un modo escandaloso la medición de audiencias. Aunque no se decía expresamente en el reportaje, uno sacaba la conclusión de que sólo los auténticos freaks de la tele aceptan tener un audímetro en casa y que lo que se está ofreciendo al público por televisión, en todos los países en los que reina el sistema de audímetros, está condicionado por las filias y las fobias de un puñado de anormales. Una ejecutiva de Walter & Thomson afirmaba en el informe que cadenas y anunciantes son perfectamente conscientes de que las audiencias están enormemente sesgadas, pero que a nadie le importa demasiado, porque lo que se busca no es tanto una herramienta para mejorar los programas como una moneda con la que cadenas y anunciantes puedan trapichear al día siguiente de cada emisión, por muy falsa que aquella sea. Los programas de televisión, como los cuadros de Van Gogh, que no vendió una tela en su vida, tienen valores intrínsecos, independientemente de la audiencia que generen. La serie Urgencias, uno de los productos televisivos de mayor calidad de la historia del medio, en España nunca se ha comido una rosca, en términos de audiencia: no por ello deja de ser una serie extraordinaria. Aída en cambio, arrasa en los hogares españoles: siempre será una serie lamentablemente escrita y plagada de tópicos baratos. Lo malo de la medición de audiencias, que en España está tan viciada como en el resto del mundo, no es sólo que sea una burla a la estadística: lo terrible es que ha hecho perder el poco sentido crítico que les quedaba a los programadores de televisión. Como están acostumbrados a orientarse sólo por las audiencias, cuando ven un piloto ya no son capaces de decir si el programa es bueno o es malo, porque como aún no se ha emitido, no conocen su seguimiento. Solo son capaces de formar una opinión concreta tras recibir los datos de Sofres.

Porque ¿cómo se explica que nadie se diera cuenta en TVE, al ver el piloto de Pepe Navarro, de que el programa era inemitible por su arritmia, su pobreza de contenidos y por la falta de carisma de su presentador (que hasta tiene menos “paquete” ahora que en el Mississippi) ¿De verdad necesitaba ver la plana mayor de Prado del Rey la pobre acogida de ese espacio para darse cuenta de que Ruffus & Navarro iba a defraudar y aburrir a los espectadores? ¿Ha hecho falta el rechazo generalizado de los televidentes para que los directivos de Cuatro se percaten de que, por muy barata que les salga, no se puede montar una tele con un abuelete y 40 becarios? En plena dictadura de las audiencias yo me pregunto ¿qué ha pasado con el sentido común de los programadores?