Por su interés, reproducimos a continuación un artículo de opinión de Víctor M. Amela publicado hoy en La Vanguardia:
Este Papa se casó con la televisión, y ahora la viuda llora el cadáver del amado. No hay exageración en el interés televisivo por el tránsito de Juan Pablo II: es sólo el homenaje de la televisión al Papa que supo llevarla a los altares.
Con sus 26 años de mediático papado, Juan Pablo II ha confirmado a los ojos del mundo y de la historia que no hay invento más católico que la televisión y que no hay religión más televisiva que la católica.
No hay invento más católico que la televisión porque católico significa universal, y universal es la vocación y el destino de la televisión, impulsora de la aldea global.
No hay religión más televisiva que la católica porque -frente al ascetismo iconoclasta del protestantismo y del islam- el catolicismod ecidió construirse sobre una nutrida panoplia de imágenes antropomórficas, desde el santo sudario de la faz de Jesucristo (la vera icona de Edesa, siglo IV) hasta este cadáver de Juan Pablo II, pasando por casi veinte siglos de representaciones de lo sagrado.
Las tradiciones iconográficas del Egipto faraónico (la mitra, el báculo...) y del politeísmo griego (el Apolo moscóforo...) desaguaron en el cristianismo, que las desarrollaría en mosaicos bizantinos, iconos ortodoxos, frescos románicos, tímpanos y retablos góticos y estatuaria renacentista, hasta estallar en la imaginería barroca de la contrarreforma, una apoteosis audiovisual que estaba ya pidiendo pantallas (y altavoces) a gritos.
Los primeros cristianos recelaron de representar a Jesús como figura humana, es cierto (oían todavía al Yahvé de la tradición veterotestamentario mosaica tronar “¡No fabriques ídolos!”, Dt 5:7), pero pronto Orígenes postuló que la imagen de Jesús era cualquier cristiano vivo, y el cristianismo se aficionó a generar imágenes con la aplicación y fervor con que ahora la televisión las retransmite. La Iglesia católica venía anticipando la televisión desde el fondo de los siglos.
La basílica de San Pedro es la pirámide de Keops del catolicismo, con idéntica vocación de eternidad hasta el fin de los tiempos. El perfil de su cúpula colosal es multiplicado ahora en todos los rincones del planeta por las pantallas de televisión (¡enhorabuena, Miguel Ángel!). Y la plaza de San Pedro del Vaticano es quizá el lugar más televisivo de la Tierra, un plató fenomenal diseñado por Bernini a la espera del actor que le hiciera los honores, y ese actor ha sido Juan Pablo II, el Papa que mejor ha cumplido la vocación escenográfica de la Iglesia católica.
Por eso los reproches a una eventual desmesura televisiva ante el tránsito de este Papa son un sinsentido. La Iglesia católica, el Vaticano y el papado son uno de los mayores espectáculos ópticos y simbólicos del mundo, y si los espíritus avisados -y avispados- han sabido ambientar en ese denso universo los best seller más resonantes de la novelística contemporánea (Dan Brown: Ángeles y demonios y El código Da Vinci), ¿cómo no iba a entrar en éxtasis ahí la televisión?
No hay exageración en la transmisión televisiva de las pompas fúnebres del Papa: la pompa escenográfica está en la naturaleza del catolicismo, está en la naturaleza de todas buenas exequias y está en la naturaleza de la televisión, artefacto que repite y recrea la realidad. La televisión es un artefacto prerracionalista, pues apela a las emociones y a la estética, lo que Guillermo el Mariscal quiso al diseñar con primor sus propios funerales (lo relató el medievalista Georges Duby). ¡Qué no hubiese dado Guillermo el Mariscal por disponer de televisión! ¿Qué evento puede estremecer de emoción a la televisión más y justificarla mejor que el funeral de un Papa? Ahí la televisión reconoce su naturaleza, y más ante el Papa que tanto le ayudó a alimentarla.
Educados en la iconosfera del catolicismo, es decir, educados en las estampas, en las hornacinas de santos polícromos y de vírgenes a las que sólo les falta hablar, educados en los pasos dolorosos de la Semana Santa, en las estatuas yacentes de los sepulcros catedralicios y en la visión del cadáver de un hombre crucificado en cada templo, reconocemos lo que ahora vemos en nuestra pantalla doméstica. La crítica a ese derroche visual sólo puede provenir de una lógica no católica, primordialmente de la tradición luterana, reformista, calvinista y puritana: huérfana de imágenes de lo sagrado, ayuna de santos, tuvo que inventar sus star system,como los de la monarquía antipapista británica o del cine y la música norteamericanos. Y, bulímicos de imágenes, las televisivas no nos bastan: nos acercamos al Papa para esculpir su estatua yacente con nuestra cámara, para pintar su óleo en nuestro móvil, y así ser alguien, ser Leonardo y Miguel Ángel. Aún desde la masa, el que está allí ansía redimirse del anonimato de esta sociedad de masas: al acercarse todo lo posible a este icono de la megafama universal, uno se inviste a sí mismo en protagonista de la historia. Una historia cuyo cronista es la televisión.