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GASTRONOMÍA Y GENTRIFICACIÓN

'Gastrificación' o por qué acabamos comiendo exactamente lo mismo en cualquier restaurante

Anxo F. Couceiro

25 de septiembre de 2023 22:06 h

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El sentido arácnido del gourmet primermundista se ha acostumbrado a ver multiplicadas las franquicias en la restauración, normalizando la permuta de las casas tradicionales del comer (ya fueran Paco o Lola o Manolo, o Gallinejas o Romesco o Monterrey) por un magma de multinacionales. Pero hay otro fenómeno latente en nuestro espacio urbano más preocupante todavía: el de los restaurantes que, sin ser franquicia, lo parecen.

Hablamos de la tendencia de algunos establecimientos a ofrecer cartas clónicas sin personalidad, te encuentres en Sevilla o Santander. Siempre las mismas bravas, las mismas croquetas “de boletus” (perseguidas por el sospechoso apellido “caseras”, excusatio non petita hecha adjetivo), la misma ensalada con queso de cabra; las mismas modas que afloran de repente como una primavera de tópicos en nuestros manteles. Ese tartar de salmón, ese bao de pulled pork, ese tataki de atún, ese bruncheable y fotogénico bagel de aguacate. Hablamos de salir del local masticando la rara culpabilidad de haber pagado demasiado por lo de siempre.

La gentrificación, metastásico proceso que tiende a yassificar el urbanismo y el tejido comercial de un barrio en teoría deprimido con la antipática contraparte de expulsar a sus vecinos, de manera indirecta, por la consecuente subida de tarifas, ha llegado también a la gastronomía. Tanto, que podríamos hablar de gastrificación: platos cuya apariencia superficial es tan tentadora al primer vistazo como vacua, repetitiva y cutre al paladeo, a imagen de esos filtros de Instagram que aplanan rasgos de expresividad para homogeneizar rostros en una suerte de noción robótica de belleza.

La gentrificación ha llegado también a la gastronomía. Tanto, que podríamos hablar de 'gastrificación': platos cuya apariencia superficial es tan tentadora al primer vistazo como vacua, repetitiva y cutre al paladeo

Burratas omnipresentes y croquetas congeladas

La divulgadora gastronómica Miriam García aporta algunas claves para comprender cómo funcionan por dentro los restaurantes con vocación de subempresa al servicio de la nada. “Con frecuencia se prima el relumbrón y poner en la carta la última moda, como la burrata; ahora todo el que quiere ser alguien tiene burrata en la carta, como hace años el vinagre balsámico”, explica. Y se lamenta: “Igual tienes un queso que se hace a 100 kilómetros de tu casa que es la bomba, mejor que la burrata mediocre de la que te abasteces, y ni lo conoces”.

La ansiedad por incorporar el último grito de la gastropetulancia se da la mano con la estandarización más impersonal de los clásicos de nuestra cocina. La escena se repite todos los días en bares y tabernas y bistrós y etecé. Un grupo va a comer y después de un rato ojeando la carta —quizás haya algún rezagado que siga haciéndole fotos al QR, incapaz de cargar el PDF— y recitando algunos platos en alto, mientras el coro de voces parece buscar entre sí un líder que aglutine todas las sugerencias en una comanda común, alguien dice, con la autoridad que imprime saberse médium de ese espíritu llamado sentido común: “¿Y si pedimos todo para compartir? Por ejemplo, ¿unas croquetas?”.

Pero las croquetas no son lo que la gente espera. Ni por tamaño de la ración, ni por textura del empanado, ni a veces, siquiera, por la temperatura del relleno —¿es este estallido acristalado un vestigio de la ultracongelación?—. Desde hace años, pedir croquetas en España es una derrota de la imaginación. Un “ir a lo seguro” que, en realidad, no ofrece nada seguro, porque las croquetas han dejado de ser sinónimo de cocina de aprovechamiento (es decir, de vida; de, literalmente, crear nueva vida de lo ya vencido), a ocupar un lugar común en el diccionario gastronómico del aburrimiento (cuántas y cuántas croquetas que deberían saber a restos diferentes, a sartenes, a ollas, a culturas diferentes, saben a lo mismo: a croqueta; es decir, a croqueta mala).

Gabriela Chao, socia de la vinoteca pontevedresa Envero junto a Jacobo Rivas, explica la fiebre croquetil señalando las urgencias de este tipo de negocios, que ella conecta con el concepto de “no-lugar” calificándolos de “no-local”. “Estos restaurantes suelen tener platos preelaborados que, a la hora de gestionar el servicio, no te compliquen mucho la vida y puedas sacar con rapidez. Se tira mucho de productos de freidora que luego puedas decorar con un par de salsas. Da igual la calidad, da igual la elaboración, sólo prima la rapidez y lo vistoso que sea”.

Estos restaurantes suelen tener platos preelaborados que, al gestionar el servicio, puedas sacar con rapidez. Se tira mucho de productos de freidora que puedas decorar con un par de salsas. Da igual la calidad, la elaboración; prima lo rápido y vistoso

El huracán del turismo

Si siempre pedimos lo mismo, ya sean clásicos (croquetas, chipirones, bravas) o modas (no hemos hablado aún del tsunami del ceviche: esas olas de jugo de limón y cilantro alcanzan ahora incluso las cartas de las sandwicherías), ¿no tiene acaso el consumidor una responsabilidad compartida en la pérdida de personalidad del sector hostelero? Miriam García opina que sí. “La cultura gastronómica en España, la del público que acude a los restaurantes, es para llorar, el público no puede pedir calidad ni fundamento en una carta cuando ni siquiera sabe lo que eso significa en hostelería”, argumenta la experta.

La escritora Lakshmi Aguirre, especialista en periodismo gastronómico y profesora del Basque Culinary Center, comparte esta percepción. “No creo que falte formación en hostelería sino formación gastronómica en el cliente. Y para ello hay que tener primero interés y que comer bien y, sobre todo, con sentido, sea un objetivo en quien viaja o sale a cenar fuera en su propia ciudad”, propone. En esa dirección, apunta al gran elefante en la habitación de las gentrificaciones como modelo desestabilizador: la t-word. “Cada vez viajamos más y creo que el turismo, aunque no nos guste reconocerlo, es una de las fuerzas que más puede desdibujar y reconfigurar lugares”.

Pese a todo, Aguirre huye de las visiones apocalípticas y no cree que la gastronomía esté a merced de las tendencias en todas partes. “Sigue habiendo reductos en los que la cocina responde al territorio. Por mucho que los grupos de inversión insistan en replicar modelos y que éstos den beneficios, siguen siendo, en mi opinión, la alternativa y no la norma”, argumenta. Y rompe una lanza a favor del sector, pese a esa guerra de los clones en la que todos somos soldados: “Me siento optimista en cuanto al perfil gastronómico de las nuevas generaciones de viajeros y de ciudadanos. Seguirán los locales que parece que se hayan montado como la tienda de campaña de Decathlon, seguirán las cartas fotocopiadas y con productos de quinta gama, pero también las alcachofas del Mariano en Málaga, la paella de los sábados del Bar Fiesta de Marbella o los bocadillos de bonito del Palas en Bilbao”.

Sigue habiendo reductos en los que la cocina responde al territorio. Por mucho que los grupos de inversión insistan en replicar modelos y que estos den beneficios, siguen siendo, en mi opinión, la alternativa y no la norma

Interiorismo desde la mente colmena de Internet

Lo cierto es que el paladar bien educado de Lakshmi Aguirre la ayuda a mantenerse al margen de la picaresca hostelera. “Mi mente descarta automáticamente este tipo de espacios. Es ver ciertas sillas, ciertas luces indirectas, ciertos revestimientos de madera y, claro, ciertos platos en las cartas, y salir volando”, reconoce.

Porque sí, otro de los elementos que rápidamente hacen saltar nuestras alarmas en un replicante gastronómico es su estética. Estos locales hacen prevalecer ideas muy trilladas en su decoración sobre la comida. A veces son locales “vintage”, “tradicionales” o “hípsters”, pero más que ser ese tipo de restaurantes juegan a representar el papel que, en teoría, les tocaría jugar dentro del espacio urbano. En consecuencia, su atmósfera nos inspira algo parecido a lo que una IA nos ofrecería si le diéramos prompts como “vintage”, “tradicional” o “hípster” en lugar de ejercer como establecimientos que de verdad pudieran ganarse esos adjetivos en la imaginación del comensal satisfecho.

El arquitecto José Manuel Usabiaga, con experiencia en reformas de hostelería, arroja luz sobre el maoísmo estético que se propaga por los bajos comerciales. “Hay una tendencia general a la uniformidad en el mundo del interiorismo. Tiene que ver con la legibilidad, con identificar de manera inmediata un restaurante de gama media en el que sabes con qué tipo de comida te vas a encontrar: no sé si es una gentrificación de la gastronomía pero sí una inditexización”, expone.

Los restaurantes 'normales' tienden así a centrifugarse con las franquicias por mecánicas internas dentro del propio sector de la construcción. “Hay que tener en cuenta que, a día de hoy, el interiorismo es un negocio en sí mismo que opera a muchas escalas distintas, y del que se sirven tanto Burger King, como alguien que se quiere montar una franquicia de sushi, como un hostelero que inaugura su primer local”, pormenoriza el arquitecto. “Antes dependías de las tiendas de muebles que hubiera disponibles, hoy tienes todo el sector del retail a tu disposición. Las dinámicas económicas de la construcción han sistematizado los procesos: si tienes una idea equis para llevar tu restaurante por una línea, ya sea algo minimalista, industrial, nórdico u oriental, hay una serie de pasos que vas a cumplir. ¿Colores neutros? Check. ¿Materiales rugosos? Check. ¿Sillas altas? Check”.

Otro elemento que hace saltar alarmas en un 'replicante gastronómico' es su estética. A veces son locales "vintage", "tradicionales" o "hípsters", pero más que serlo, juegan a representan este papel en el espacio urbano

No es difícil identificar estas decoraciones genéricas. Austeridad fake de palés y bombillas peladas, como si en vez de en Cuenca estuvieras comiendo en Brooklyn; mesas altas y paredes de pizarra con rotulación manual enseñoritada para insuflar de familiaridad viejuna a una bodega abierta por un treintañero con demasiadas horas de Pinterest grabadas en su retina. La uniformidad. El déjà vu. La (esto es lo sorprendente: buscada) previsibilidad. ¿Qué responsabilidad tienen las redes sociales en estas modas? “Gran parte de la labor de los arquitectos y los interioristas es contener las ideas locas de los clientes, que casi siempre vienen de Pinterest o Instagram: se pone de moda una barra redonda o una lámpara de araña y lo quieren”, responde Usabiaga. Aun así, nos cuenta, es el mal menor. “Al menos esas directrices provienen de la mente colmena de Internet y responden a una cierta tendencia. Más peligroso es si te piden colgar un coche clásico del techo, cabezas de ciervo en la pared o que las mesas sean de billar”.

Alquileres caros, reformas baratas

La economía juega también un papel importante en la gastrificación. Los alquileres de los bajos son cada vez más imponentes y el empresario quiere perder el menor tiempo posible en la reforma para sacar rendimiento cuanto antes, prevaleciendo así los materiales baratos y plasticosos y los diseños estandarizados. Desde la pandemia, la situación se ha agravado, hasta el punto de que la Alianza de Comercio y Hostelería de España ha pedido topar los alquileres de los bajos comerciales para contener la sangría.

“La figura del trabajador que acaba de perder su empleo y con el finiquito se monta un bar va a ir desapareciendo, ahora el actor principal es el que tiene otro negocio que ya funciona y pide un crédito para abrir un restaurante, algo que también va a contribuir a la uniformización”, advierte José Manuel Usabiaga, “porque el propio proceso de pedir un crédito te encamina a ponerte en manos de agencias de imagen corporativa y empresas de interiorismo”. Los más afectados, sorpresa, no son los entrepreneurs de familia acomodada y capital social boyante, sino una suerte de empresariado aspiracional abocado a triturar sus ambiciones en la picadora de carne capitalista. “Es como el fenómeno de las familias de inmigrantes que montan restaurantes asesorados por gestorías y agencias que llevan temas de licencias y les enfocan a un local deficitario que ha tenido otra persona en su misma situación y ha durado uno o dos años con más o menos éxito: les orientan para cumplir el mínimo a nivel de normativa y luego quedan a su suerte”, amplía Usabiaga.

Hay una tendencia general a la uniformidad en el mundo del interiorismo. Tiene que ver con la legibilidad, con identificar de manera inmediata un restaurante de gama media en el que sabes con qué tipo de comida te vas a encontrar

Gabriela Chao, por su parte, añade un tercer responsable en la sombra (junto a las agencias de interiorismo y los bancos) de la decoración indistinguible de algunas gastrotabernas: las cerveceras. “Estos establecimientos no tienen una decoración elegida por su empresario o dueño, lo que prima es la rapidez y que las marcas, en este caso cervezas mayoritariamente, te costeen todos los gastos. Se puede adivinar qué cerveza de barril tienen algunos sitios observando qué decoración, tipografía y carta presentan”, nos desvela.

El consumo previsible como ansiolítico

En resumen, las aspas del sistema parecen generar una corriente inesquivable para todos los actores del consumo hostelero. Quizá por eso, más allá de denunciar los abusos y las insolvencias del sector, cabe hacer una lectura más profunda del fenómeno gastrificador. Porque, como sucede casi siempre que hablamos de gentrificación, es tan fácil ver el problema como difícil encontrar una solución.

Para el sociólogo Daniel Sorando, profesor en la Universidad de Zaragoza y coautor del libro First We Take Manhattan. La destrucción creativa de las ciudades (Catarata), “todos los barrios en gentrificación, para hacerse distinguibles, apuntan hacia un tipo de consumidor con gustos predecibles, la paradoja nace del concepto que de sí mismo tiene este tipo de consumidor, que se define como alternativo y auténtico, sin comprender que no es más que otro segmento de mercado”.

Resulta cómodo hacer comentarios jocosos sobre la gente que pide baos; comentarios —y tuits y artículos publicados en la sección de tendencias de algún periódico, como este que ahora se acerca a su final— capaces de proyectar una imagen de nosotros mismos más irónica y sofisticada de la que arrojan las personas que, simplemente, se limitan a pedir unos buenos baos y subir fotos de ellos a Instagram, y sin embargo eso no nos ayuda a desarticular el problema, sólo a incrementar la frustración colectiva que surge siempre que el progreso atado a la economía de mercado encuentra sus límites.

Si hemos llegado hasta aquí ha sido por nuestros propios hábitos de consumo y difícilmente encontraremos la medicina tratando de popularizar otros nuevos. Todos los restaurantes se parecen porque todo el mundo ha ido educando su gusto para pedir las mismas raciones y buscar las mismas estéticas, pero en el momento en que eso genera un conflicto (y suben los alquileres, y el criterio medio del cliente se empacha de su propia costumbre) el remedio pasa o bien por crear nuevas modas de consumo más elitistas —que encarecen aún más la economía del sector— o intervencionismos bienintencionados que acaban resultando contraproducentes, porque el propio mercado lleva a la paradoja de que desgentrificar equivale a veces a gentrificar el triple (“qué bien se come ahora aquí”; resultado: pum, 100 euros más de alquiler).

Los barrios en gentrificación apuntan hacia un tipo de consumidor con gustos predecibles, la paradoja nace del concepto que de sí mismo tiene este consumidor, que se define como alternativo y auténtico sin comprender que es otro segmento de mercado

Preguntado por una posible solución para salir de la dinámica gentrificadora, Daniel Sorando responde que “el mercado siempre permite la innovación en sus márgenes” y que “la vida social nutre de manera continua al mercado de nuevos contenidos y formas en gastronomía”, si bien admite que “el problema es que es muy difícil evitar que después el mercado lo utilice y, finalmente, banalice”, dejando como única alternativa “emplear los espacios autónomos donde se ensayan modos de vida desmercantilizada: centros sociales, viviendas ocupadas o cooperativas de vivienda”. Una existencia politizada, activista, loable; difícil de extender a las mayorías sociales, en suma.

En una economía de mercado se dice que el sistema es el culpable como un eufemismo de reconocer que todo el mundo lo es, a su manera. Y en tiempos de incertidumbre prevalece el consumo previsible como una especie de ansiolítico. Parece que tranquiliza saber que vas a poder pedir en cualquier local de cualquier ciudad “una de chipis” o “un tartar de salmón” que sean exactamente como esperas que sean “una de chipis” o “un tartar de salmón” (exactamente igual de OK, es decir: de mediocres) del mismo modo que tranquiliza ir a ver “una de Spiderman” que te dé el abecé conocido y sedante de, bueno, “una de Spiderman”. O sea que a la pillería de algunos restaurantes —que sí, que existe— se le une una falta de riesgo endémica del consumidor.

Tal vez nuestras croquetas se hayan marvelizado, pero quién puede refunfuñar al camarero con algo de autoridad luciendo ropa de Zara y un disolvente filtro beauty sobre las arrugas cada vez menos arrugadas de nuestras narices.