Decía Lawrence de Arabia que todos los hombres sueñan, aunque de diferente manera, pero que aquellos que sueñan de día son peligrosos pues pueden abrir los ojos, actuar e intentar hacer sus fantasías realidad.
Y así aparecí en Tanzania, a bordo de un minúsculo taxi-triciclo, el bajaji, acompañando a siete de esos locos peligrosos, que lo mismo buscaban manadas de elefantes, navegaban entre hipopótamos o se perdían en un bosque de gigantescos baobabs, mientras iban convirtiendo en realidad sus viejos sueños pendientes. Nada como los bajaji para transportar sueños, aventuras, risas, y nada más, y por eso ejercen en mí una permanente tentación, que ya me ha llevado a recorrer en ellos algunas zonas del Chad o del norte de Tanzania, hasta incluso intentar atravesar subido en uno el Desierto del Danakil, el lugar más inhóspito del mundo, algo que dejé pendiente para la próxima vez, quizás este invierno... inshaallah
Recuerdo que salimos de Dar es Salaam huyendo de las rutas turísticas del norte, hacia el sur, donde apunta siempre mi brújula, impulsados por unas enormes ansias de caminar el mundo y empezar la gran aventura. Una aventura cuya entrada secreta se encontraba en una terraza escondida, dominante sobre el río Rufiji. Me gusta mucho ese lugar de la reserva de Selous. Allí, sin más compañía que una familia de hipopótamos y algún cocodrilo semidormido, el espíritu despierta y es imposible no caer atrapado por la tentación del África más salvaje. Esa terraza es la puerta de entrada al Reino del león. Allí solo manda él.
El lugar se vuelve más especial todavía al atardecer, el cielo está limpio, el viento es fresco y el horizonte púrpura. Es un instante único, cuando el calor baja, todo se vuelve paz y sosiego, mientras van cambiando los olores y colores de la tierra. Toca disfrutar de las vistas, entre conversaciones vagas y pensamientos profundos, mientras enormes bandadas de murciélagos inician el vuelo y miles de pájaros vienen buscando cobijo entre los árboles.
Con la noche ya solo se oye un continuo ronquido, casi siempre de hipopótamos, el barritar de elefantes cercanos y, a veces, con suerte, se puede oír el rugido de algún león marcando el territorio. Y con mucha más suerte todavía oirás la apertura de un botellín de cerveza helada. Nada como ese sonido para romper el hechizo del momento, o para hacerlo inolvidable.
También se oyen tambores lejanos, es el corazón de África que palpita. Dicen que cuando aparece la Luna toda África danza, menos yo, que soy más de barra fija. O quizás sean los latidos del corazón de Selous, el gran cazador, que no anda lejos. Se quedó allí, donde pertenecía, murió luchando contra los alemanes y allí mismo lo enterraron, a la sombra de un tamarindo.
La noche, el fuego y el vino invitan a recordar las aventuras de la jornada hasta que el cansancio nos va venciendo: el safari en bote por el laberinto de canales del río Rufiji viendo animales acercarse a beber a la orilla, aquel grupo de leonas dormitando bajo una acacia o las cervezas en la aldea de Matambwe y el peligro de regresar al lodge en esas moto-taxi tuneadas, las piki piki, con varios elefantes junto al camino. Y así, una tras otra, vamos recordando anécdotas del día hasta que llega el momento más esperado de la noche, que es cuando por fin me dejan que cuente alguna vieja batallita… Y enseguida todo vuelve a ser paz.
Tras Selous, mi espíritu nómada insiste en seguir la Cruz del Sur y bajar hasta el río Ruwuma en la frontera con Mozambique, buscando el secreto de los Makonde. Aventura en estado puro. Tampoco es mal plan ir hacia el oeste, atravesando zonas de selva tropical, pequeños poblados y manadas de animales salvajes, hasta llegar al Parque Nacional de Ruaha, la cuna del imperio Hehe, el mejor lugar del mundo para ver a dos de los grandes cazadores, leones y licaones, los más letales de África.
Pero por esta vez, aunque a regañadientes, pruebo a seguir los planes fijados y nos encaminamos hacia el noroeste, aceptando el desafío del Ol Donyo Lengai, el volcán sagrado de los masais, la morada de los dioses. Da igual hacia donde te dirijas, todo es impresionante, es una tierra que fue creada para que cada uno pueda vivir sus propias ilusiones al menos una vez en la vida. Por el camino vamos acumulando recuerdos, de los que yo me reservo tres atardeceres y ningún amanecer, que siempre me han costado más.
El tercero de mi lista fue en Tarangire, observando el caer de la tarde mientras decenas de elefantes caminaban en fila hacia algún lugar secreto, como movidos por algún extraño resorte o siguiendo a un flautista imaginario. El segundo vino durante una excursión en piki piki para ver el atardecer a orillas del lago Manyara. Recuerdo que me sentía feliz sobre la moto entre baobabs, pastores masais que regresaban a sus aldeas y manadas de ñus en procesión, como almas en pena.
Pero el mejor de mis atardeceres tanzanos siempre tiene lugar a orillas del Lago Natrón, la gema escondida de Tanzania. Me gusta subirme a una roca y disfrutar de la brisa del atardecer, del extraño color de las orillas y la paz de los flamencos. Sé que hay otras vidas, pero me gusta ésta.
A los pies del lago se levanta amenazador el cono perfecto del Ol Donyo Lengai. El último regalo del viaje se encuentra arriba, pero hay que subir a por él. La vista sobre el lago desde el cráter es imponente, en plena Avenida de los Volcanes, donde el Empakai, el Ngorongoro y hasta ocho cráteres dormitan desde hace ya tiempo. También se ven las paredes escarpadas de la franja del Rift y al fondo la mole del Kilimanjaro y las llanuras de Ndutu salpicadas de aldeas masais, y Kenia... Todo eso se ve, pero solo desde arriba.
Y una vez más, allí arriba, me doy cuenta de que termina la aventura y entonces me entra la nostalgia y recuerdo cómo he llegado hasta allí: como siempre, por culpa de un fuego, unos amigos, unos vinos y un no hay…