Recuerdo perfectamente aquel día. Hay años enteros perdido en la memoria y, sin embargo, mantengo segundos que permanecerán intactos para siempre. Acabábamos de terminar de comer. Volábamos por el mar de dunas de Ubari a bordo de un destartalado todoterreno mientras en la radio sonaba Tinariwen, esa música tuareg, monótona como el mismo desierto que la inspira pero que tiene un encanto especial que adormece los sentidos y hace soñar al espíritu. Música que, a mí, de sentimientos más básicos, me estaba amodorrando, a pesar de que unas moscas impertinentes y unos fusiles AK-74 que teníamos entre los pies impedían que fuéramos lo relajados que la situación demandaba.
En aquel coche me acompañaban dos tuareg de confianza y un amigo llegado de España, hermano de sangre, muchas historias juntos por sitios extraños, no siempre fáciles. A pesar del calor llevábamos puesto el Chéché o Tagelmust para intentar pasar desapercibidos, aunque a mí me parece que a mi amigo le quedaba tan mal y a mí tan bien que provocábamos el efecto contrario. El otro coche que nos acompañaba estaba siendo tragado por el polvo rosa del harmatán, que había empezado a soplar levantando el desierto con un fuerte aire abrasador. Apenas se veía y hacía muchísimo calor.
Me gusta esa situación que siempre precede a la aventura, aunque al final no termine de cuajar, ese momento en el que la prudencia, que nunca ha sido mi fuerte, aconseja recapacitar y echar el freno. Aunque, si de mí hubiera dependido, habríamos continuado hasta alcanzar el lago Gabroun, el jardín más escondido del Sáhara, o hasta las ruinas de Germa, la capital del imperio Garamante, la ciudad de los antiguos señores del desierto, tan cerca y a la vez tan inalcanzable. Pero de entre todos los deseos que invadieron mis sueños de aquella tarde, el que habría elegido cumplir sería el de perdernos por las montañas de Akakus, y acampar en cualquiera de esos miles de lugares sin nombre que sólo los tuareg conocen, al abrigo de los vientos y al calor de un fuego hecho de restos de acacias. Acampar y dejar que la noche nos alcanzara contando viejas y nuevas historias o hablando de mujeres, mientras saboreábamos un té espumoso, un gintonic o cualquier otro jarabe de Fierabrás que nos hiciera recuperar del viaje.
Pero aquella tarde, mientras disfrutaba de aquella cabezada, y me quedaba cuajado pero siempre alerta, oí contar a los tuareg historias de un lugar siempre lejos, lejos de todo, un lugar hecho de silencio y soledad, donde se encontraba una extraña montaña de roca negra y caprichosas formaciones. Una misteriosa montaña, Jebel Akakus, en cuyas paredes se encontraban monumentos megalíticos y dibujos prehistóricos de cazadores, elefantes, jirafas, leopardos o cocodrilos. Recuerdos de un pasado diferente, lleno de vida. Pinturas como el gran dios marciano que enloqueció a Henri Lhote en el Tassili, o la cueva de los nadadores que enamoró al Conde Almasy en Uweinat. Esta es la otra gran riqueza escondida del Sahara.
Una maravilla que se me fue metiendo en el alma a medida que nos iban contando. Jebel Akakus, que los tuareg llaman Alkamar, el paisaje de la luna, una tierra que posee el poder de hacer que uno viaje hasta tan lejos y afronte algún que otro peligro. El mal ya estaba hecho, no había más remedio que ir.
Desde entonces, este lugar se convirtió en mi obsesión, tristemente consciente de las dificultades y peligros para llegar allí, pero empeñado en hacerlo. Tuve suerte, porque fue a los pocos días que recibí la gran sorpresa. Y es que, a veces, en contadas ocasiones, el cielo te manda un adelanto como compensación por los muchos desvelos y sacrificios realizados en este valle de lágrimas. Y este regalo del cielo vino para mí en forma de invitación a sobrevolar por encima de dicha montaña.
Así que, por fin, allí estaba ante mí aquella impresionante mole negra del Tadrart Akakus, rodeada de silencio y desolación. Una desolación que se mostraba de muy diferentes formas, desde las dunas blancas que dejamos en dirección a Murzuq a los laberintos de pináculos rocosos que emergen de entre la arena rojiza. Desde arriba divisaba tan pronto ríos fantasmagóricos, como llanuras de dunas de mil tonalidades o enormes formaciones encantadas de piedra, la imaginación disparada… Todo eso divisaba, la naturaleza sin domesticar.
Después de una hora de vuelo aterrizamos en Ghat, la ciudad de las tres fronteras, ciudad olvidada por el paso de la historia. Hasta aquí llegaron las cuadrigas de los garamantes. Luego fue un importante centro caravanero y lugar de paso de aquellos grandes exploradores. Ahora se ha convertido en un lugar de paso a secas, frecuentado por una guerrilla invisible procedente de los países vecinos o viajeros clandestinos cargados de esperanza y poco más.
Nunca en mi vida tuve un vuelo igual. Estaba emocionado y daba las gracias a todos aquellos grandes aventureros, como Alexander Gordon, los hermanos Lander, Heinrich Barth, Michael Asher y tantos otros que me precedieron por aquel lugar, cuyos relatos de aventuras me llenaron la cabeza de pajarillos y habían acabado por arrastrarme hasta allí.
Regalo del cielo o castigo divino, porque ahora voy a tener que volver, y no solo hasta Ghat.