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Un viaje al centro de la Tierra: cinco historias para conocer el mundo subterráneo sin moverte del sofá

Will Hunt junto a sus compañeros de viaje durante un descanso en la travesía por las catacumbas de París

Carlos H. de Frutos

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“Bajar al sótano es soñar”, decía el filósofo Gaston Bachelard en su Poética del espacio. “Es perderse en los lejanos corredores de una etimología incierta, buscar en sus palabras tesoros inencontrables”. En esta búsqueda lleva más de media vida inmerso Will Hunt, un profesor de la Universidad de Columbia al que la pasión por explorar los secretos del subsuelo le ha llevado a recorrer el mundo tratando de ensanchar los límites de una realidad oculta bajo lo que define como nuestro “chovinismo de la superficie”. Una empresa a medio camino entre la adicción por la adrenalina y la inquietud antropológica por trazar una Historia compartida en torno a las connotaciones y las contradicciones de lo subterráneo.

“El subsuelo significa muchas cosas al mismo tiempo. Bajo tierra es donde nos entierran, pero también donde renacemos. Es lo que tememos, pero donde vamos a escondernos cuando sentimos el peligro. Donde tiramos la basura, y donde buscamos tesoros. Es reino de la memoria reprimida y de la revelación luminosa”, afirma.

Su viaje comenzó con dieciséis años a tan solo unos metros, bajo tierra, de su casa de Providence (Rhode Island) –la distancia que separaba un túnel ferroviario abandonado de su propia habitación– y que le ha llevado a perseguir estos rincones subterráneos a lo largo de todo el planeta. Ahora, un libro titulado Subterráneo: una historia humana de los mundos que existen bajo nuestros pies recopila algunos de sus viajes.

Las catacumbas de París

En la primera parada de este recorrido por lo invisible –por el Hades–, el autor nos traslada hasta París. En concreto hasta sus catacumbas, un laberinto de 300 kilómetros de galerías subterráneas sobre cuyos muros descansan siglos de historia de una de las ciudades que mejor representa el diálogo entre subsuelo y superficie que vertebra el trabajo de Hunt.

A finales del siglo XVIII, las paredes del parisino Cimentière des Saints-Innocents cedieron ante la desmedida cantidad de cadáveres que se hacinaban en la por entonces mayor necrópolis de la ciudad. Ante el temor de que estos restos propiciaran la propagación de enfermedades, las antiguas canteras subterráneas romanas fueron reconvertidas en cementerio, y sus túneles y criptas en improvisados osarios.

Durante décadas las catacumbas permanecieron cerradas, ajenas a la vida en la superficie, hasta que en 1861, Gaspard-Félix Tournachon, un ecléctico showman de la bohemia parisina más conocido como Nadar, recuperara la memoria de este espacio a través de una serie de algo más de sesenta fotografías en las que maniquíes de la época –ninguno de sus ayudantes resistía los 18 minutos de exposición que requería cada instantánea bajo el frío del subsuelo– posaban junto a las paredes recubiertas de huesos.

Las imágenes de esta cara oculta de la ciudad llamaron rápidamente la atención de la aristocracia de la ciudad, y el subsuelo parisino se convirtió en un lugar de moda. Por todo París la gente comenzó a levantar las tapas de las alcantarillas para introducirse en el mundo que Nadar les había mostrado. Tanto es así que tan solo seis años después de la publicación de las fotografías la Exposición Universal celebrada en la capital francesa abrió las catacumbas a visitantes de toda Europa.

Siglos después, los apenas 800 metros abiertos al público siguen siendo visitados por miles de turistas cada año, aunque sería la parte 'ilegal' del subterráneo parisino lo que atraería realmente a Hunt. Decenas de kilómetros oficialmente prohibidos para los visitantes –bajo multa de 65 euros impuesta por los cataflics, la patrulla policial de la catacumbas– que esconden el hogar de los cataphiles, una tribu de exploradores urbanos que durante generaciones han transformado estos túneles y estancias subterráneas en una especie de club secreto en que organizar exposiciones, fiestas, conciertos, proyecciones e incluso una pequeña biblioteca.

Las cuevas de ocre aborígenes de Australia

Se dice que el ocre fue el primer material que nuestros ancestros utilizaron para saltar del mundo físico al metafísico, el primer símbolo espiritual cuya presencia en lugares de culto de muy distintas culturas –de los Andes a la India, pasando por Irak o Israel– confirmó la creencia del Homo Sapiens en una vida más allá de la muerte.

En el interior de Australia occidental, excavada en una de las colinas del conocido como Weld Range, se encuentra el siguiente destino subterráneo de Hunt. Wilgie Mia, además de ser la mayor mina de ocre aborigen del país, tiene la particularidad de ser la explotación minera conocida más antigua del mundo.

Su característico ocre rojo comenzó a extraerse por los aborígenes australianos hace más de 30.000 años en un ejercicio muy distinto al de la mera explotación industrial con el que la asociamos actualmente. Entonces, el hecho de sobrepasar los límites de la superficie y adentrarse en cavidades aún desconocidas era concebido como un acto puramente espiritual y transgresor que el propio Hunt define como el equivalente a “arrancar las vísceras de un cuerpo”. “En el momento en el que bajabas al subsuelo con una herramienta para cavar estabas entrometiéndote en los misterios sagrados, participando en un acto de marcada ansiedad espiritual”, añade.

A mediados del siglo XX muchas de esas minas fueron abandonadas por una población aborigen diezmada a causa de la pobreza, el alcoholismo y las enfermedades; otras, explotadas con fines comerciales por grandes empresas mineras. Los Hamlet, quienes guiaron a Will en su viaje, fueron una de las pocas familias de la tribu nativa de los Wajarri que se mantuvieron como propietarios tradicionales de Weld Range.

Las ciudades subterráneas de la Capadocia

La ciudades subterráneas de la región turca de la Capadocia representan como muy pocos espacios en el mundo la tendencia ancestral a adentrarse más allá de los límites de la superficie. Una red de túneles y cavernas excavadas a mano cuya construcción progresiva se ha atribuido a comunidades desde los primeros cristianos que habitaron la región durante los siglos III y IV, hasta la civilización persa; siempre a modo de refugio y con una vocación fundamentalmente defensiva. El propio Hunt define estas impresionantes estructuras como “castillos invertidos”.

Algunas como la de Derinkuyu, la de mayor profundidad, aunque solo visitable en una pequeña parte, cuenta con hasta dieciocho niveles, centenares de salas y conductos de ventilación y más de cuarenta entradas, la mayoría de ellas ahora tapadas por edificios modernos. Actualmente, la erosión ha derrumbado parte de esta ciudad subterránea, quedando a la vista una sección transversal de casi dos kilómetros que muestra la radiografía de una arquitectura propia de un gigantesco hormiguero.

REVS: un diario subterráneo en el metro de Nueva York

Pocas historias de cuantas Hunt persiguió durante años por el subsuelo de todo el mundo adquirieron una connotación tan personal como la que encontró desentrañando las tripas del metro de Nueva York. Más de 1000 kilómetros de vías subterráneas que recorrió de forma compulsiva, al tiempo que comenzaba a reconocer una cierta obsesión por revelar cada secreto que encontraba. El mayor de todos lo componían cuatro letras: REVS.

REVS es el alias de uno de los pioneros del grafiti neoyorquino. A principios de los años ochenta, su fama se extendió por toda la ciudad de Nueva York a través de una impronta que se reproducía en muros, señales, buzones y cualquier elemento del paisaje urbano de la ciudad. A medida que su nombre se hacía omnipresente en las calles, la persecución de la conocida como Vandal Squad, la Autoridad del Transporte Metropolitano, asfixiaba más al artista tras la firma. REVS decidió entonces trasladarse al subsuelo para comenzar allí un nuevo proyecto clandestino.

Durante seis años, desperdigó por los túneles del metro de Nueva York las 'páginas' de un diario personal. Vestido con la indumentaria de la Vandal Squad, se introducía en la oscuridad del subterráneo para escribir sobre un rectángulo blanco una vivencia o reflexión personal. Una historia compuesta por un total de 235 páginas en cuya primera entrega, fechada el 5 de marzo de 1995, compartía esto:

Estimada sociedad

Nací el 17 de abril de 1967 en Brooklyn, NY. El hospital era el ‘Victory Memorial’, en Bay Ridge. Soy hijo único, excepto por un hermanastro del primer matrimonio de mi padre. Se llama Sean y es expresidiario. Es un auténtico gilipollas, porque le robó 2.100 dólares a mi tío Patty, que intentó acogerlo y tratarlo bien. En fin, ¡¡que le den por culo!! Así que fue a las tres de la tarde de un lunes… Yo pesaba 3,6 kilos, ¡pero tuvieron que practicarle una cesárea para sacarme! Las cosas buenas nunca son fáciles. Continuará…

Los bisontes de arcilla del Pirineo francés

Hasta el Pirineo francés, muy cerca de la frontera con España, se trasladaría Hunt para encontrarse con la última de las historias de su viaje. En concreto hasta la cueva conocida como Le Tuc d’Audoubert, a las afueras de la aldea de Montesquieu-Avantès, en Ariège. Un lugar descubierto en 1912 por tres hermanos adolescentes llamados Louis, Max y Jacques Bégouën durante un paseo en barca por el río Volp.

Más de un siglo después el hijo de Louis, Robert Bégouën, custodia a sus sesenta y seis años, y con absoluta dedicación, la que Hunt define como la “cueva decorada más inaccesible de Europa”. Una joya del arte prehistórico –con más de 14.000 años de historia–, que dado su carácter privado tan solo permite la entrada de muy contados visitantes a lo largo del año. Estos afortunados, entre los que se encuentra Hunt, son los únicos que han podido disfrutar con sus propios ojos una de las obras más espectaculares y desconocidas del arte magdalenisense: los bisontes de arcilla.

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