África muere: Capítulo tercero
Cuando falleció mi madre, mi padre que había sufrido mucho entre los campos de concentración y ocho años de deportación en Marruecos, enfermó de lo que por aquel entonces se denominaba “tisis galopante”, razón por la que me enviaron a vivir con mi tío, que era el delegado de hacienda en el puesto militar de Cabo Juby, en el desierto del Sahara.
Mis tíos tenían una diminuta granja con cabras, gallinas y conejos de la que se ocupaba el gigantón más fuerte, listo y trabajador que he conocido, un senegalés que había sido esclavizado de niño pero que a base de mucho esfuerzo había conseguido comprar su libertad.
Cuando íbamos a cazar no nos alejábamos del mar y de ese modo nunca pasamos sed debido a que Suílem siempre llevaba consigo una tetera, un pitorro, un cazo y una lata.
Con la leña que abunda en las playas desiertas encendía una hoguera ponía encima la tetera con agua de mar y colocaba el pitorro de forma que el vapor fuera a parar al cazo, con lo que se convertía en agua potable.
Por las noches colocaba la lata doblada ligeramente inclinada y en un ángulo muy abierto y recogía el rocío del amanecer consiguiendo que resbalara hasta el cazo.
Dependiendo de la leña o humedad del ambiente obteníamos más o menos agua, pero siempre suficiente para resistir todo el día.
Yo le consideraba un superhéroe, pero una mañana me lo encontré llorando y me desconcertó cuando me aclaró que lloraba de alegría porque mi tío le había prestado el dinero que necesitaba para comprar la libertad de la que iba a ser su esposa.
Aquella revelación me dejó estupefacto; no podía creer que en el “protectorado” de un país católico, apostólico y romano se consintiese la esclavitud, pero así era debido a que las autoridades hacían la vista gorda con el fin de evitar problemas con los cadíes locales.
De todo ello se deduce que Suílem me enseñó dos cosas importantes: que siempre existe una forma de esclavitud y que, cuando el mar está cerca los seres humanos inteligentes consiguen sobrevivir.
Por desgracia para mí -y digo bien al decir desgracia ya que mucho dinero y disgustos me ha costado- he dedicado gran parte de mi tiempo a intentar demostrar que ambas cosas son ciertas, y son ciertas porque un esclavo senegalés analfabeto sabía más de la vida y del desierto que todos los intelectuales del planeta, lo cual está de acuerdo con lo que ya conté sobre las teorías de Theodor Herzl, y lo que dejó escrito sobre los futuros asentamientos judíos:
“Durante los primeros años debemos trabajar en silencio, con humildad y ahínco, intentando aprender de los nativos, puesto que más sabe de sus tierras, sus bienes y sus males el más ignorante pastor local que el más ilustrado filósofo vienés”.
Suílem también solía decir: “Lo peor del desierto es que no tiene montañas” lo cual suena a perogrullada, pero al analizar la frase se descubre que es la razón por la que millones de seres humanos han muerto, mueren y seguirán muriendo de sed.
La vida sobre la tierra se debe a que el sol calienta el mar, el vapor asciende y forma nubes que el viento empuja hasta que altas montañas las detienen y les obligan a descargar su contenido en forma de una lluvia que da origen a los ríos que riegan los campos.
Asia tiene la cordillera del Himalaya y sus monzones; Europa, los Alpes; Norteamérica, las Rocosas y Sudamérica, los Andes que ejercen de centinelas impidiendo que las nubes pasen de largo sin pagar su tributo de agua, pero el Sahara, el mayor de los desiertos, carece de guardianes de ochocientos metros de altura por lo que las nubes cruzan y se alejan ante la desesperación de los sedientos.
Herzl y Suílem -cada uno en su mundo- eran hombres sabios, y muy estúpido debe considerarse a quien no aprenda de ellos.
Lejos del mar la vida en el desierto es casi imposible sobre todo en unos tiempos en los que las sequías están agrandando sus límites al punto de que quienes allí habitan no tienen más remedio que marcharse o morir.
Y, paradójicamente, muchos de ellos mueren en el mar que podría hacer sido su salvación.
La ONU confirma que novecientos emigrantes se han ahogado en el Mediterráneo entre julio y agosto, lo cual significa un treinta por ciento más que durante el mismo periodo del año pasado. Esta ola de muertes -mil quinientas anuales- ha coincidido con la intensificación de la política de disuasión emprendida por los gobiernos europeos que por si fuera poco han “confiado” la tarea de detenerlos a los guardacostas libios.
Gracias a dicha política, uno de cada treinta adultos muere o desaparece -entre los niños el porcentaje se duplica- por lo que el Mediterráneo se ha convertido en un inmenso cementerio y en una deshonra para los países ribereños.
Ni siquiera entre quienes alardean de cristianos parece estar de moda “dar de beber al sediento” o “dar posada al peregrino” puesto que a su modo de ver las obras de misericordia dependen de la ideología.
Los italianos deberían cambiar su famoso Mare Nostrum por Vergoña Nostra y los españoles a Don Quijote por Sancho Panza.
Colonizadores
El gran problema de nuestros océanos estriba en que si toda la sal que contienen se extrajera y se distribuyera sobre todos los contenientes, los cubrirían con un manto de cientos de metros de altura con lo que tendríamos billones de toneladas de agua potable pero ni un solo metro cuadrado de tierra cultivable.
Sin embargo, la gran ventaja de nuestros océanos es que tiene más agua que sal, y ahora sabemos cómo convertirla en potable a bajo coste.
El Planeta Azul, es decir, el planeta del agua, gasta miles de millones intentando descubrir si hay agua en Marte con la absurda pero muy rentable disculpa de que tal vez dentro de mil años la humanidad se verá obligada a trasladarse allí.
¿No resultaría más barato y más práctico hacer de la Tierra un lugar mejor evitando que un muy lejano día tuviéramos que emigrar?
Admito que sería absurdo llevar agua a Sudán, Chad, Níger, Malí o el sur de Argelia o Libia, pero sus habitantes son escasos –apenas dos por kilómetro cuadrado- y la mayoría están deseando que se les proporcione la oportunidad de trabajar y sacar adelante a sus familias.
Y dado que resultaría muy difícil llevar el agua a los sedientos, ¿no sería más práctico llevar los sedientos a donde se encuentra el agua?
En las fronteras africanas que separan la vida de la muerte existen millones de hombres, mujeres y niños que tienen derecho a intentar salvarse, por lo que seguirán viniendo en oleadas cada vez mayores debido a que la sed no perdona.
Y quien lo dude que intente soportar tres días sin beber.
¡Solo tres días!
O que dedique medio minuto de su tiempo a leer las noticias que publica la prensa esta misma semana:
En Sudáfrica la sequía ha obligado a declarar el estado de “desastre nacional”. Ciudad del Cabo ha fijado un plan de emergencia denominado 'Día Cero' por el cual habrá que limitar de forma extrema el acceso al agua.
La guerra no es la única causa de desplazamientos en Siria. La sequía que azota a los campos de cultivos genera el éxodo rural hacia las ciudades y es una de las causas que impulsa el conflicto.
En Burkina Faso, Chad, Malí, Mauritania, Níger y Senegal las hambrunas provocadas por las crisis hídricas son una constante.
California ha sido otra de las grandes afectadas por los incendios durante todo el año. La gran cantidad de árboles muertos por la sequía permiten que los incendios forestales se propaguen rápidamente. En junio, el denominado 'Mendocino Complex' arrasó un total de 114.800 hectáreas siendo el peor de su historia.
En Australia la escasez de precipitaciones afecta al noventa y ocho por ciento del territorio de Nueva Gales del Sur. Los peces luchan por sobrevivir y los animales huyen.
El norte de Europa también es víctima de las sequías. La ola de calor y las escasas precipitaciones han provocado incendios en el Círculo Polar Ártico. Suecia se ha visto obligada a solicitar ayuda internacional por una oleada de fuegos.
Esa es una realidad indiscutible y ya he contado cómo, a principios de mil novecientos y previniendo el holocausto, Theodor Herzl supo elegir los lugares a los que enviar a sus correligionarios en peligro, por lo que lo lógico, lo humano y lo decente sería aprovechar sus enseñanzas, buscar los puntos que eligió -Kenia, Somalia, Egipto, Yemen, Namibia, Jordania o el propio Israel- y llegar a acuerdos con sus autoridades que resultasen beneficioso para todos.
Tendrían que convencerse de que no se les envían refugiados, sino colonos dispuestos a trabajar y poner en valor nuevos territorios porque los grandes países fueron construidos por colonizadores a los que impulsaba el hambre y la desesperación.
Un inmenso número de ellos fueron españoles que de igual modo llegaron hambrientos y asustados en barcos atestados, y como hoy en día ese hambre y esa desesperación proliferan lo decente e inteligente sería canalizarlas en la dirección apropiada.
Resultaría factible llegar a acuerdos con algunos gobiernos con el fin de que arrendasen parte de sus territorios a condición de no esquilmar sus recursos forestales, minerales o pesqueros.
Tan solo se les alquilaría la superficie costera improductiva y al cabo de noventa años se les devolvería incluidas las viviendas, las carreteras, los invernaderos, las plantas desaladoras, las fábricas y las piscifactorías que se hubieran construido.
Cierto es que un proyecto de semejante envergadura exigiría una inversión considerable, pero a la larga se convertiría en una inversión productiva, mientras que el gasto diario de cuidar, mantener y proteger a cuantos llegan y seguirán llegando día tras día y año tras año nunca se recuperará.
Una vez firmados los acuerdos, los territorios quedarían bajo la tutela de un Consejo de Administración presidido por un delegado de las Naciones Unidas con leyes propias e independientes de las del país arrendador.
Y si algunos opinan que carecemos de hombres justos capaces de dictar leyes justas, será porque no confían en sí mismos y en ese caso no valdría la pena defender con tanto ahínco su forma de vida.
Una de las primeras alegaciones que se esgrimen contra esta idea se basa en el convencimiento de que no se pueden confiar en los corruptos gobernantes africanos, a lo cual cabe responder que resulta imaginable que un gobernante africano sea capaz de darle lecciones de corrupción a un gobernante europeo.
Existen en el continente hombres y mujeres intachables, y lo que se debería hacer es buscar a alguien sin tendencias políticas que pudiera convertirse en líder, portavoz e interlocutor válido de los refugiados ya que resulta absurdo intentar dialogar con quienes están a punto de ahogarse o tienen los pies y las manos cortadas por las cuchillas de las vallas metálicas.
En esos momentos tan solo son desesperados que luchan por su vida y lo que se necesita son personas equilibradas y sensatas que sepan trasmitirle al resto del mundo las necesidades de su gente, y a su gente lo que puede ofrecerles el resto del mundo.
La paz no se consigue a base de sangre y muerte, sino a base de entendimiento.
Y quien crea que esas personas no existen, que recuerde al sudafricano Nelson Mandela, al ghanés Kofi Annan o al senegalés Sédar Senghor.
Incluso se podría recurrir, por sus raíces africanas, al mismísimo expresidente norteamericano, Barack Obama.
La gran utopía
Muchos de quienes lean las soluciones que aquí se ofrecen para intentar contener de forma justa y humana el éxodo de refugiados, considerarán que tan solo se trata de una utopía, pero tal vez les convendría detenerse a pensar que LA MAYOR UTOPÍA se centra en suponer que esa invasión se detendrá por el simple hecho de que unos cuantos políticos de corto recorrido se limiten a intercambiar vidas por votos.
Se reparten a los emigrantes como si fueran la cuota de basura que le corresponde, pero muy pronto la avalancha les desbordará y se quedarán sin lugar donde acogerlos.
Cuando comprendan que el problema les supera se retirarán con pensión vitalicia pasando el problema a su sucesor, que volverá a hacer lo mismo.
Pero siempre será más fuerte quien lucha por su vida y la de sus hijos, que quien lucha por una pensión vitalicia.
Puede que los racistas sigan considerándolo una gran utopía, pero la mayor utopía de Adolf Hitler fue suponer que conseguiría acabar con los judíos o cuantos no perteneciesen a una raza que consideraba superior.
Y acabó suicidándose.