Crimen y castigo
El mundo moderno es definitivamente país para crímenes. Nos facilitan practicar dos de nuestras aficiones favoritas en esta sociedad de redes e informaciones virtuales: contemplar la violencia y escarbar en la vida de la gente. Lejos de contribuir a la serenidad y la sensibilidad que requiere ayudar a las víctimas e impartir justicia, nos refocilamos sin mesura ni cabeza en la brocha gorda, el trazo gore, la soflama incendiaria, el desorden justiciero y en señalar como cómplices de los asesinos a todos aquellos que discrepen de nuestras soluciones. A fuerza de especiales informativos sensacionalistas y oportunismo partidista, España se ha convertido en la meca del populismo punitivo.
Las redes se llenan de justicieros en cuestión de segundos. Cada uno gestiona el dolor a su manera y no seré yo quien empiece a dar lecciones. Siempre lo he entendido como algo íntimo y personal, que sólo se comparte con los seres más queridos; pero sólo es una manera de llevarlo. Me cuesta entender en qué pueden ayudar a las víctimas los aluviones de odio y venganza que suelen generarse en las redes. Nadie lo ha dicho mejor que Patricia Ramírez, la madre del pobre Gabriel Cruz: consuelan aquellos que te abrazan con su solidaridad y su afecto, no con la rabia y el odio. Frente a aquellos que convierten al crimen o a sus víctimas en oportunidades para acreditar sus propias taras y complejos, solo cabe no entrar en conversación y practicar la compasión.
Muchos medios y periodistas se convierten también en implacables justicieros. La urgencia de dar el titular antes que lo demás lo justifica todo. Si el asesino es un inmigrante, se pregunta si todos los son. Si la asesina es una mujer, se demuestra que las mujeres matan. La exhibición permanente del dolor ajeno convertido en espectáculo les permite decir lo que les parezca, porque todo vale para subirse a la ola la indignación colectiva y maximizar la tirada o la audiencia.
Pero el peor espectáculo lo ofrece, sin duda, una buena parte de la misma élite política cuya obligación principal sería canalizar la indignación y el clamor de justicia por medio de un debate honesto y riguroso y unas políticas informadas y coherentes. En su lugar muchos prefieren apuntarse al ruido y la rabia. Unos lo hacen para marcar la debilidad de sus rivales en los asuntos de ley y orden público, otros porque no se atreven a asumir el riesgo de hacer oír su voz y prefieren la comodidad del apuntarse al desorden. Ninguno es inocente y todos son igualmente responsables.
Todos cuantos se hacen en fotografías con las víctimas mientras les ofrecen la prisión permanente revisable como bálsamo para su dolor y solución para todos los males, saben perfectamente que les están mintiendo y que solo buscan instrumentalizar su pena insoportable, la necesidad que todos tenemos de encontrar algún sentido a la desgracia y al horror. Ese es otro crimen y tampoco debería quedar sin castigo.