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Juan Carlos I, rey con los pies de barro

Juan Carlos I y Felipe VI con las reinas Sofía y Letizia en un acto oficial

Rosa María Artal

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Casi no nos queda espacio en la cabeza para pensar en otra cosa que en el coronavirus y todas las consecuencias que está acarreando. Pero la vida sigue mostrando grandezas y miserias ante el durísimo reto de una pandemia tan inesperada, tan impredecible, tan incontrolable. España es ya el segundo país del mundo con mayor número de nuevos contagios. El gobierno acomete un potente plan de medidas para paliar el desastre económico sobrevenido, al punto de movilizar 200.000 millones de euros. En la sociedad se están dando unos ejemplos de solidaridad emocionantes. Y va ser este miércoles cuando el rey, Jefe del Estado, se reúna con el presidente del Gobierno y el comité de gestión de la pandemia y dirija, por fin, un mensaje al país que preside, a su sociedad atribulada. Hasta ahora ha estado muy ocupado con el virus de la corona. Los medios y políticos cortesanos –que vienen a ser lo mismo- saldrán a decir lo ejemplar que es Felipe VI, como han hecho estos días.

Ocurre que el rey de España comunicó su supuesta renuncia a la herencia de su padre (supuesta porque la legislación no lo permite en vida de quien lega) el mismo día que entraba en vigor el estado de alarma y casi al mismo tiempo que el gobierno detallaba las restricciones extraordinarias para afrontar el coronavirus. Una paradójica coincidencia. Supimos por el comunicado real que Felipe de Borbón sabía desde un año atrás la existencia de una cuenta offshore de la que él mismo era segundo beneficiario, según el diario inglés The Telegraph. La monarquía saudí le habría ingresado en ella al rey emérito “por cortesía” 100 millones de euros, como indica la justicia suiza. Felipe VI lo sabía por medio de los abogados de la examante de su padre Corinna Larsen. eldiarioes, ya había informado sobre esa cuenta, que venía a confirmar los indicios que desde hace años apuntan a la presunta corrupción del rey Juan Carlos I.

Felipe de Borbón ha callado durante un año y ha anunciado la retirada de la subvención a su padre ahora, no un año atrás. Como si fuera un asunto de familia –que no lo es-. Algo que saltaba a la vista, estamos hablando de la jefatura del Estado que se hereda de padres a hijos en extraña figura democrática y que por ello exige en el siglo XXI una absoluta limpieza. Pues bien, prensa y derecha política han visto hasta “ejemplar” la reacción del rey actual. Este miércoles, el calificativo será extensible a la preocupación real por los afectados por la pandemia, en su salud y en su economía. Si el coronavirus ha cambiado múltiples paradigmas, será hora de dejarnos de palabras huecas y de afrontar graves desviaciones de nuestra democracia.

Juan Carlos de Borbón llegó a tenerlo todo por diversas contingencias que en ocasiones él mismo forzó y lo ha dilapidado presa de sus continuos desafueros. El mito, creado a pulso, se ha derrumbado. Durante décadas, desde su acceso al trono a la muerte de Franco, como sucesor del dictador “a título de rey”, textualmente, supo crearse una capsula informativa cerrada a rajatabla. Se fundamentaba en el eufemismo de preservar “lo institucional”. Lo mismo que aún ampara hoy tantos silencios y tantas adulaciones fuera de lugar.

Una vida de leyenda, de héroe abatido por sí mismo. Juan Carlos de Borbón nace en la Roma de Mussolini y mientras en España se libra la guerra civil auspiciada por Franco. Cuando llegó a nuestro país, en tren, solo, a los 10 años, para ser educado por el dictador, no tenía ni un duro en los bolsillos. Ni siquiera podía salir del internado los fines de semana si no le invitaban sus exclusivos compañeros. Y, desde luego, se ha hecho con una fortuna considerable. No sabemos a quién puso por testigo, pero jamás volvió a pasar privaciones.

Abierto, decidido, ha sido el campechano por excelencia. La figura de salvador de la democracia, en cambio, deja asomar resquicios varios. Desde luego, con su tardía aparición en el 23F, el intento de golpe de Estado aún bajo secreto de Estado. Pero, antes, con el trato dado a Adolfo Suarez -otro superviviente nato- en su alianza necesaria para levantar la Transición desde la dictadura que dejó demasiados posos en el camino. No parece ser Juan Carlos de Borbón una persona fiel. Ni para Suárez, ni para su propio padre Don Juan de Borbón, de entrada.

El silencio amparó sus continuas infidelidades conyugales que en la España de entonces -y casi de cualquier tiempo- eran vistas hasta con simpatía. Lo peor fue saber la generosidad que desplegaba con sus amantes gracias presumiblemente al dinero de todos. Las leyendas sobre sus devaneos tienen un reflejo más ajustado en lo que ha acabado siendo el bronco contencioso con la favorita de todos los tiempos, Corinna Larsen, que le acusa incluso de haber instigado amenazas contra ella. Mientras, aquí, hablábamos en los reportajes de la reina Sofía, como soporte de su vida y su familia.

Los periodistas de antaño tenemos una espina clavada y algunos se empeñan en mantenerla sin mayor incomodidad. Los de aquí y los de afuera. La prensa internacional alababa lo moderna y atractiva que era la familia real española“a diferencia de la inglesa”, cuando aquella iniciaba sus años horribilis. El cese temporal de la convivencia de la primogénita, Elena de Borbón, abrió la veda. Las televisiones privadas ampliaron el abanico del famoseo a la Corona y sus deslices. Luego llegó el ladrón convicto Urdangarín de la mano de la infanta que no sabe nada y por ello es librada de culpa. Juan Carlos rey se queja, enfadado, del foco que ha adquirido y dice, al salir de una operación, que la prensa quiere “matarle y clavarle un pino en la tripa”, precisamente. De la espina al pino. Hasta caer en ese foso de elefantes abatidos a tiros, caderas y piernas rotas, abdicación obligada y una herida grave a la monarquía, como se dice anunció su padre, Don Juan, mirándolo desde una terraza del paseo marítimo de Palma.

Particularmente paradójica es esa antología de los discursos reales de Navidad. De palabras huecas que retumban hoy, como la insistencia de aclararnos que “todos somos iguales ante la ley”, o aquel discurso navideño –el penúltimo- en el que criticó cómo a su juicio se estaba “generando un desapego hacia las instituciones y hacia la función política que a todos nos preocupa”, como si no fuera con él. Lo analizaba aquí Juan Luis Sanchez.

Felipe de Borbón ya no es el rubio abanderado de los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 en aquella fecha que parecía la consolidación de un cambio. Cuando accedió a la Jefatura del Estado en junio de 2014 despertó en algunos ciertas expectativas de cambio a una modernidad de fondo que no se han confirmado. Felipe VI ha adoptado actitudes políticas que parecen exceder de su papel institucional, como aquel aciago 3 de octubre de la irritada bronca al independentismo catalán. Se le escapan los rictus y adolece de falta de empatía.

Fundamental, aunque hijo de los antecedentes, es el silencio ante actitudes poco ejemplares de miembros de su familia, de su padre, de su antecesor en la Jefatura del Estado que es la clave. Si es difícil de entender ese puesto de la máxima relevancia por herencia dinástica y no por elección, lagunas como estas todavía lo hacen más incomprensible. Las sociedades con problemas tan enormes como el que vivimos a causa del coronavirus precisan dirigentes, especialmente ejemplares, sin la menor sombra de desconfianza. Mucha gente está sufriendo, la inmensa mayoría se encuentra enormemente preocupada. Necesitan, necesitamos, soluciones, calor, sinceridad, al menos.

La reunión en La Zarzuela de este miércoles no debe ser buscando “un cierre de filas” con los Borbones, como califica la prensa cortesana su apoyo y el de los partidos de la triple derecha. Y así será presumiblemente tras dirigir el monarca un mensaje a la nación que lo cubra todo. No es esperable que aluda a la actitud de su padre y la de él en el caso. El ministro de las cloacas del PP, Fernández Diaz ya ha advertido: “Cuestionar la Monarquía es más letal para España que el coronavirus”. Haga lo que haga, sin rendir cuentas, dando idea de la concepción que tienen de la institución. De lo sucedido hay que hablar, ahora o en su momento. El rey con los pies de barro deshizo con ellos el pedestal. La sociedad que salga de este terrible trance que vivimos renacerá en una autenticidad que ya se gesta.

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