Lengua materna, aunque no sea la de mamá
Hoy, 21 de febrero, es el Día Internacional de la Lengua Materna. Según la UNESCO, en el planeta se hablan alrededor de 6000 lenguas y hay más de 2500 en peligro de extinción. Cada vez que muere el último hablante de una lengua, se acaba una cultura, sus recuerdos, sus formas de entender el mundo y de relatarlo.
Cada vez que pienso en lenguas que desaparecen, siento que mi problema doméstico no es tan grave. La lengua materna de mi hijo —quien tiene seis años— no es la lengua de su madre.
Mi hijo nació en Portugal, pasó dos años en Brasil y ahora lleva otros dos viviendo en Nicaragua. Su lengua materna no es el portugués que lo cercaba desde que era un bebé y lo acompañó hasta más allá de su cuarto cumpleaños. Tampoco el español que le habla su mamá desde la barriga y que hoy es la lengua que lo rodea.
Cuando le pregunté, en español, qué idioma prefiere, dio varios rodeos hasta llegar a la respuesta. Me dijo que le gustaba mucho la lengua en la que nació, el portugués, y que también le gustaba el español. Pero lo dijo en inglés.
El idioma que hablamos nos define. Es tanto nuestra herramienta de comunicación como nuestra identidad. Es una forma de integrarnos a la sociedad, la puerta que nos conduce a la educación. En un mundo cada vez más integrado, en un mundo como el de mi hijo y tantos otros niños que nacen en un lugar y se crían en otro, esa riqueza de recorrido y mundo también entraña un riesgo: la extinción de varios idiomas. No hablo de las lenguas que se enseñan en las escuelas, aparecen en los letreros de las ciudades o flotan en el mundo digital. Hablo de aquellas que son el enlace de comunidades pequeñas y en las cuales se guardan sus tradiciones.
La lengua materna puede ser la lengua de la persona que cría al niño o la primera lengua adquirida o la lengua que se conoce mejor o la lengua que se aprende sin necesidad de profesores o la lengua en la que nos sentimos cómodos. Mi hijo comenzó a hablar tarde. Yo lo esperaba: había visto a muchos otros niños, hijos de amigos en la misma situación —el papá habla una lengua, la mamá otra— y sabía que su parloteo demoraría en llegar. Cuando estaba cerca de cumplir tres años, comenzó a hablar poco, salpicando al portugués con unas pocas palabras en inglés, que había aprendido en la escuela. A los cuatro, hablaba en portugués. Cuando nos mudamos a Centroamérica, pensé que el español —que le leo, que le canto, que le hablo— aparecería, espléndido, en su boca.
Si bien en la escuela el idioma oficial es el inglés, creí que con el resto del mundo hablándole en español, la lengua de su madre —mi lengua— se impondría. Lo que ocurrió fue que mientras el padre le hablaba en portugués y yo en español, el niño empezó a responder en inglés. Había adoptado como suya la “lengua de trabajo”.
Ahora, su español —que terminó por aparecer— tiene acento raro, pero asoma con la belleza de la tierra de Rubén Darío: dice vos, dice mama, dice acordate. Su portugués cada vez aparece menos en las conversaciones, sólo surge en las canciones. En español, es un niño formal. En portugués, un cantante. En inglés, es él mismo: gracioso, curioso y parlanchín. ¿Tres formas de ser? Al parecer, cada lengua nos hace sentir como si tuviéramos otra personalidad. A inicios de este siglo, los lingüistas Aneta Pavlenko y Jean-Marc Dewaele, le preguntaron a más de mil personas bilingües si se sentían como una persona distinta cuando hablaban otras lenguas. Casi dos tercios de los entrevistados dijeron que sí.
En el caso de la lengua materna que se habla en casa, aún no pierdo la esperanza. Hace poco conocí el trabajo de Carol Chomsky, una lingüista y pedagoga que se dedicó a investigar cómo los niños adquieren el lenguaje. Según sus textos, me quedan por lo menos cuatro años para que mi hijo deje de sonar tan formal y ajeno en español y pueda ser juguetón, gracioso y complejo en la lengua de mamá. O de la mama.