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Vidas robadas

Una protesta para reivindicar que se reparen los derechos de los bebés robados

Raquel Ejerique

España tiene una cuenta pendiente con miles de niños, hoy adultos, que fueron arrancados de su destino. Hoy tienen un nombre, un carácter o una profesión que sería distinta si un ginecólogo, unas monjas, una corrupción sistémica no les hubiera cambiado el futuro al entregarles a unos padres que no eran los suyos. Este país tiene una deuda impagable con miles de madres que, en paritorios de toda España y en muchos casos bajo el crucifijo del catolicismo, fueron engañadas o presionadas para que sus hijos fueran a parar a familias que querían hijos que no podían tener. Es cierto que esto pasó hace años, como es cierto que nadie ha puesto a su servicio una estructura seria y pública que favorezca la búsqueda y el encuentro de quienes comparten genética y pudieron compartir una historia común.

Bajo el epígrafe de bebés robados hay una casuística amplia. Está el caso de Inés Madrigal, que es una bebé 'falsa' porque se simuló que su madre adoptiva la parió gracias a unos papeles falsificados por un médico. Pero no se sabe si su madre biológica la quiso entregar o se la quitaron a la fuerza o con engaños, como pasó con centenares de madres a las que se les decía, por ejemplo, que el bebé había nacido muerto. Sin embargo, también hay casos de mujeres a las que no se las engañó, pero sí se las presionó. Muchas llegaron al paritorio de casas-cuna gestionadas por religiosas, siendo solteras en pleno franquismo o sin querer tener un hijo, o sin poder hacerse cargo. El sistema de represión social podía ser muy persuasivo y esas mujeres entregaron 'voluntariamente' a sus hijos. Muchas de las que luego los han querido encontrar se encontraron con el silencio. Fin de la historia para el nacional-catolicismo. 

La estructura organizada y premeditada de robo, presión y filiación fraudulenta para entregar bebés a familias de adopción no es solo parte del sistema de impunidad del franquismo. Fue un negocio que se alargó hasta la democracia en el que se jugó con vidas y el futuro de muchos niños. Incomprensiblemente, también con la connivencia de la iglesia católica, en cuyos refugios y salas de parto se perdieron para siempre el rastro miles de madres e hijos. Décadas después, muchos de ellos siguen intentando encontrarse con no pocos obstáculos de casas-cuna u hospitales religiosos que no han querido facilitar sus registros, atendiendo solo a golpe de sentencias judiciales, aduciendo que no los tienen e impidiendo la pregunta esencial que enraíza con el mundo: quién soy, de dónde vengo, quiénes son los míos y por qué no estoy con ellos.

El sistema de mercadeo de bebés y de mutilación emocional de miles de vidas que fueron obligadas a separarse pertenece a la zona de sombra de un país que hoy se avergüenza y escandaliza. Es otra época, los doctores Vela ya no campan a sus anchas, ser madre soltera no es un delito, el sistema público es garantista, pero el Estado tiene una obligación moral heredada: garantizar que las víctimas inocentes de aquellos abusos puedan encontrarse si quieren. Por ejemplo, con un banco de ADN gratuito y estatal y que no haya prescripción de estos delitos. En definitiva, reparar aquella atrocidad que se aprovechó de la vulnerabilidad de las madres, el deseo de los adoptantes y la desprotección de los niños.

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