El caso peruano no tiene nada de paradójico
“O me muero intentándolo o nos morimos de hambre”, dice una madre que acaba de emprender el largo y épico viaje de cientos de millas a pie junto a sus tres hijas, durmiendo a la intemperie y caminando desde Lima hasta su comunidad en la selva amazónica, huyendo de la pobreza y del virus. Miles de personas llevan semanas caminando por el territorio peruano en pleno toque de queda, son migrantes que retornan a sus pueblos porque ya no pueden ganarse la vida en la capital del Perú, no pueden asumir la cuarentena, ni pagar los alquileres, ni los servicios, ni la alimentación de sus niños. Los han botado de sus casas pero tampoco pueden cobrar las ayudas del gobierno porque trabajan en la venta ambulante y no son formales.
Se ha hablado mucho en los últimos días de la “paradoja peruana”, es decir, de cómo, si el Perú fue uno de los primeros de la región en adoptar medidas estrictas contra la pandemia –confinamiento, estado de alarma, toque de queda– se ha convertido en uno de los países con más contagios de Latinoamérica.
Lo cierto es que las medidas adoptadas por el gobierno de Martín Vizcarra hubieran funcionado de maravilla si en mi país las desigualdades estructurales no fueran tan graves. Es decir, muchas medidas fueron buenas y fueron aplicadas a tiempo, pero en el país equivocado, uno con un sistema público desmantelado por décadas de privatizaciones y sus tramas corruptas, en el que el 70% de la población vive del comercio informal y en el que la cultura ciudadana y por el bien común es todavía una asignatura pendiente: Está el alcalde que sale a emborracharse en plena cuarentena y se hace el muerto para que no se lo lleven preso; está el expolicía dado de baja por corrupción que aparece como proveedor de la propia policía a la que vende jabón desinfectante adulterado, está el surfer que sale a correr olas violando la ley.
Hay mercados en Lima en los que más del 50% de comerciantes ha dado positivo en pruebas rápidas. No han sido suficientes las ayudas a la extrema pobreza, los bonos universales no tuvieron nada de universales, ni llegaron a todos los que lo necesitaban y, por supuesto, el Perú se quedó muy lejos de una medida como la renta mínima. Ese limitado escudo social ha escandalizado ferozmente a sus oligarquías temerosas de perder privilegios, que han llegado a firmar manifiestos para que el gobierno se deje de “populismos”, mientras sigue aumentando exponencialmente el número de muertos diarios en hospitales sin una sola cama UCI.
Hablamos del país del que supuestamente chorreaban beneficios fiscales de la explotación minera. Vendidos a espuertas sus recursos a mutinacionales españolas o chilenas, cuyo modelo de Estado heredado de la colonia –y su constitución neoliberal aprobada durante la dictadura de Fujimori y hoy vigente– muestra sin embargo en pandemia toda la magnitud de su fracaso. Los ricos criollos se quejan pero la realidad es otra: los decretos urgentes del gobierno han justificado el despido masivo de trabajadores para blindar a los empresarios, dejando claro que no van a ser los que más tienen los que van a pagar esta crisis; también ha hecho decretos a medida de los grandes propietarios y sus elites. Y en pleno pico de los contagios y muertes, se ha atrevido a anunciar la vuelta a las actividades económicas no esenciales, en la línea de los gobiernos de derecha de todo el mundo que piensan que para que la máquina siga funcionando tiene que haber muertos y que esos muertos serán los más pobres y vulnerables.
Cada vez que el presidente sale a dar su cotidiana rueda de prensa para informar sobre los casos de coronavirus, pareciera dar el mensaje a dos países abismalmente diferentes. El primero es el país de los que pueden estar confinados, el de las clases medias y altas que trabajan desde casa y siguen consumiendo; el segundo es el que sale a la calle porque tiene hambre y que está sufriendo virulentamente esta pandemia, al que no le importan las desescaladas económicas porque ya lo han perdido todo.
Los hospitales han colapsado hace semanas pero las clínicas privadas son eximidas de ofrecer sus instalaciones “porque la constitución no lo permite”; caos y muerte en la cárceles hacinadas de todo el país. Cifras de muertes que se quedan cortas, que parecen maquilladas frente a la realidad de cadáveres en las calles y las casas. Una tragedia anunciada en un país que nunca se tomó en serio que un Estado debe trabajar para cuidar a la gente. Y ya el virus ha llegado a las comunidades indígenas. En Lima, donde el clasismo y el racismo son norma, y donde solo el 2,3% de empleadores paga la seguridad social de las trabajadoras del hogar, muchas de esas mujeres se encuentran esclavizadas con miedo a ser despedidas si dejan su puesto de trabajo para ir a ver a sus familias.
A ratos, mientras lo oyes, es tal la sensación de irrealidad que llegas a pensar que Vizcarra gobierna España y no el Perú; y que Perú ya lleva semanas superando el virus cuando está en su peor momento y sus dramas estructurales a la vista. Pese a los niveles de aprobación del presidente –ha llegado a estar al 80%– por su organizada gestión de la crisis, su estilo tranquilizador y algunas medidas sociales del inicio de la pandemia, ya no puede ocultar la catástrofe actual y lo insuficiente de sus esfuerzos. Y tampoco encuentra la manera de conectar con el sentimiento colectivo, que es de enorme preocupación e incertidumbre.
No, no hay paradoja en el Perú, hay consecuencias esperables: una cuarentena efectiva y necesaria en ciertos sectores pero completamente inaplicable en otros. El gran error del gobierno peruano ha sido no haber sabido leer o interpretar ese país. Quienes han decidido volver a sus pueblos, arriesgándose ellos mismos y a sus familias y vecinos al virus lo hacen porque no hay alternativa, porque el Estado, que ha malvendido lo público, no se las da. Caminan hacia sus comunidades porque no les queda otra, porque en el campo pueden comer al menos una papa. En mi país todavía hay ciudadanos de primera y de segunda clase.
6