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El franquismo, ¿un grillete en el tobillo del Tribunal Supremo?

La tumba de Fraco en el Valle de los Caídos, con flores frescas

Emilio Silva

“En consecuencia determinamos que el teniente coronel Antonio Tejero, durante las horas en las que estuvo al mando del Congreso de los Diputados, entre la tarde de 23 de febrero de 1981 y las primeras horas del 24, en las que había dimitido el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, y no llegó a ser investido Leopoldo Calvo Sotelo, puede considerarse que fue presidente del Parlamento y presidente del Gobierno de España”. 

¿Alguien imagina que en un documento oficial, el teniente coronel de la guardia civil que entró al hemiciclo del Parlamento al grito de “quieto todo el mundo” fuera considerado, presidente del Congreso de los Diputados? Pues el Tribunal Supremo, al reconocer en un auto la jefatura del Estado al general golpista Francisco Franco, a partir del 1 de octubre de 1936, ha hecho algo bastante parecido. ¿Ha sido casual? 

En el informe sobre España, del relator de la ONU para la Verdad, la Justicia, la Reparación y las Garantías de No Repetición, Pablo de Greiff, se señalaban algunas carencias del poder judicial español, especialmente en “los programas de formación de jueces en materia de derechos humanos... Sorprende que sus programas de formación no hagan referencia a las obligaciones del Estado en materia de persecución penal de delitos internacionales, como el genocidio, los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra”.

Salvo excepciones señaladas, la formación en materia de Derechos Humanos de la judicatura española es totalmente deficitaria y esto afecta de forma acentuada a los miembros del Tribunal Supremo, que comenzaron su formación judicial hace más de treinta años. Alguien ha diseñado esa ignorancia en materia de derecho humanitario y ha sido sin duda la misma élite que durante décadas no ha querido que se estudie en los colegios la represión franquista, que el tratamiento cinematográfico de la dictadura sea en general subvencionadamente laxo o que la impunidad de los crímenes de la dictadura sea un muro jamás resquebrajado. 

El reconocimiento por parte de la sección cuarta del Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo, fechando el 1 de octubre de 1936 como el inicio de la jefatura de Estado del dictador Francisco Franco no es casual. No lo es cuando el auto confunde adecuadamente el interés general con los objetivos de los herederos del dictador, cuando utiliza su jefatura del Estado como un argumento a su favor, sin llamarlo dictador ni golpista en ningún momento y sin mencionar a sus miles de víctimas que son hoy obligadas a pagar con sus impuestos la tumba del dictador. 

El 1 de octubre de 1936, aunque realmente la decisión fue el 29 de septiembre, en Burgos, una ciudad lejana al frente, el general Franco se autoproclama, con ayuda de otros cuatro golpistas engalonados, jefe del Estado. Felicitado por la Alemania nazi, la Italia fascista y el estado Vaticano, Franco utilizará la fecha de su advenimiento a esa inexistente jefatura del Estado como un hito en la historia del “renacer” de España. 

“El 1º de octubre próximo se cumple el primer aniversario del momento histórico en que asumiendo por gracia de Dios y verdadera voluntad España, los máximos poderes, fue solemnemente proclamado jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos nacionales de tierra, mar y aire el excelentísimo señor general don Francisco Franco y Bahamonde, jefe nacional de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, Caudillo Supremo del movimiento Salvador de España....

España, la España nacional, consciente de cuánto debe a su Caudillo anhela rendirle en la fecha memorable que se avecina el homenaje de adhesión y gratitud que le es debido. Por lo expuesto y recogiendo el sentir unánime de este nuestro Pueblo Español, se dispone: Artículo 1: Se establece la Fiesta Nacional del Caudillo que se celebra anualmente el 1º de octubre para conmemorar la fecha en que fue proclamado jefe del Estado Español el excelentísimo Sr.D. Francisco Franco Bahamonde“. 

Esta orden apareció en el boletín oficial franquista el 28 de septiembre de 1937, dictada por la Presidencia de la Junta Técnica del Estado. Así constituyó la dictadura el 1 de octubre como una de sus fechas fundacionales, festiva, exaltadora y promocionada para nombrar avenidas, hospitales y colegios. Después de que en democracia desaparecieran muchos de esos nombres la fecha quedó disuelta en el calendario, como un recuerdo para la gente mayor y ningún significado para la menor. 

Durante los últimos años, uno de los principales argumentos conservadores de quienes defienden indirectamente el franquismo criticando la recuperación de la memoria histórica es que los perdedores de la guerra y sus descendientes quieren cambiar la historia. Pero quiénes realmente la quieren cambiar son los que inventan una legitimidad inexistente, una versión revisionista que acaba de ser respaldada, nada más y nada menos, que por toda una sala del Tribunal Supremo y por unanimidad.

El 10 de mayo de 1936, en el Palacio de Cristal del Parque del Retiro de Madrid se reúnen 911 compromisarios elegidos en todo el territorio español por sufragio universal. Tenían que nombrar al presidente del Gobierno de la República. Manuel Azaña recibió 754 de los 847 votos emitidos. Seguidamente, en el Palacio Nacional, hoy Palacio Real, se hizo el acto institucional, desfiló la policía, el ejército, fue una jornada tranquila de una democracia y sólo faltaban dos meses para el 18 de julio. 

El 1 de octubre de 1936, cuando el general golpista Francisco Franco leía el telegrama de Rudolf Hess que en nombre de Adolf Hitler le felicitaba, el presidente del Gobierno era Manuel Azaña. Mientras Franco y sus “generalazos” le gritaban a la democracia de 1936 “quieto todo el mundo”, y llenaban las cunetas de hombres y mujeres que habían construido nuestras primeras urnas con sufragio universal, quienes creían en el pueblo, quienes estaban construyendo un país gobernado por la ciudadanía y no por los látigos de los terratenientes, ni los púlpitos, ni los cañones.

Ese mismo 1 de octubre, el presidente Manuel Azaña, el que murió en Francia a punto de ser detenido por la Gestapo que quería entregárselo a Franco, firmaba un decreto “para crear 5.300 plazas de Maestros y Maestras con destino a Escuelas nacionales” y habilitaba “un crédito extraordinario de siete millones novecientas noventa y ocho mil pesetas anuales y un millón novecientas noventa y nueve mil quinientas efectivas para la creación, a partir del 1.° de octubre del año en curso (1936), de 2.666 plazas de dicha clase, con el sueldo anual de tres mil pesetas”. 

Unos destruían España y otros la seguían construyendo. Y quien hizo todo ese daño, quien asesinó a miles de maestros y maestras, quien dejó 114.226 personas desaparecidas en las cunetas, es reconocido por el Tribunal Supremo de 2019 como legítimo jefe de Estado, aunque fuera autoproclamado por la pólvora y la sangre. La sala del Supremo, colocando uno de sus pies fuera de la democracia, considera que el Caudillo tiene derecho a un tratamiento especial y por eso suspende cautelarmente una decisión del Congreso de los Diputados. 

España en su laberinto, en su jaula invisible, en su siglo XIX del eterno retorno, con su jerarquía católica rancia y empoderada, su élite inculta y carpetovetónica, y su Poder Judicial inmaculado, que jamás ha juzgado y condenado una sola de las violaciones de Derechos Humanos del dictador. Dice la sala del Supremo que toma la decisión de que el cuerpo del dictador permanezca en el Valle de los Caídos por el interés general, pero lo hace, más bien, por un interés generalísimo. Y ese hombre, Azaña, el que firmó el decreto para crear 5.300 plazas de maestros y maestras, en plena guerra, en plena agresión fascista, yace enterrado fuera de su patria, en sus márgenes, fuera de la jurisdicción de ese tribunal que hace hoy apología del franquismo.

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