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Va a costar más sacar a Franco del Supremo que del Valle

El Supremo suspende la exhumación de Franco hasta que dicte sentencia

Isaac Rosa

Exhumar los restos de Franco del Valle de los Caídos parece una tarea titánica. Pero en realidad es un juego de niños comparado con exhumar los restos del franquismo del poder judicial español. Y particularmente del Tribunal Supremo. La decisión de este martes es solo el último capítulo de una larga y estrecha relación.

Como curiosidad histórica, nada más terminar la Guerra Civil, Franco celebró su victoria allí mismo: en la iglesia de Santa Bárbara, que es parte del antiguo convento de las Salesas donde hoy tiene sede el Supremo. Allí teatralizó Franco la “entrega de la espada” el 20 de mayo de 1939. Acompañado por la guardia mora, vestido de capitán general y con mucha pompa fascista, fue recibido por las autoridades militares, religiosas y por supuesto judiciales del nuevo régimen. En el interior le esperaba un museo épico montado para la ocasión: habían traído las reliquias de don Pelayo, las cadenas navarras de las Navas de Tolosa, la lámpara votiva del Gran Capitán, una pieza de un barco de la batalla de Lepanto (lo cuenta todo con detalle Julián Casanova en La Iglesia de Franco). Oyeron un Tedéum, cantó el coro benedictino de Silos, Franco fue exaltado como caudillo victorioso, y finalmente depositó su espada a los pies del Santo Cristo de Lepanto. Luego reafirmó la “guerra santa y justa”, recibió bendición del cardenal primado, y abandonó la iglesia bajo palio, sin poder contener el llanto, según la prensa de entonces.

“Pero hombre, Isaac, esto fue hace ochenta años, ya habrán barrido los restos de aquel fiestón fascista, ¿no?” Espera, que seguimos: poco después Franco se trajo de Valladolid su propio Tribunal Supremo, y lo instaló en la actual sede, para que sirviese a la represión durante cuatro décadas. En las Salesas se celebraron los consejos de guerra sumarísimos que enviaron a miles de mujeres y hombres al paredón (allí por ejemplo fueron “juzgadas” las Trece Rosas). Años más tarde se instaló en el mismo lugar el siniestro Tribunal de Orden Público (TOP), sucesor del aún más siniestro Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Por el TOP pasaron en el tardofranquismo miles de demócratas, sindicalistas, estudiantes y antifranquistas de todo tipo, que en un simulacro de justicia eran condenados. Y las sentencias del TOP eran revisadas por el entonces Tribunal Supremo.

“Pero bueno, Isaac, son historias viejas, hablamos de otra época, llevamos ya más de cuarenta años de democracia…”. Espera, que hay más: en la Transición, el TOP se disuelve pero sus restos no son barridos con mucha energía que se diga: 10 de los 16 jueces con plaza en el TOP pasaron directamente a la recién creada Audiencia Nacional… y al Tribunal Supremo. Y con ellos, todo el aparato judicial que los acompañaba.

“Vale, pero biológicamente es imposible que los actuales miembros del Supremo sirviesen también en la dictadura…”. En efecto, hoy el poder judicial es totalmente demócrata. Pero eso tampoco tranquiliza, al contrario: significa que ciertas inercias de la dictadura se han consolidado en la democracia, y ya no son herencia franquista, sino normalidad democrática. No son pocos los juristas que denuncian las continuidades, el fuerte conservadurismo del poder judicial y su vínculo con la dictadura aún hoy. Desde los tribunales siguen cayendo condenas a quienes denuncian el franquismo, lo mismo un tuit que un documental, como la escandalosa sentencia contra Clemente Bernad por grabar sin permiso una misa fascista.

Pero centrándonos en el Supremo, desde 1978 hasta el presente su tarea con las víctimas del franquismo ha sido ejemplar, sí: ha sido ejemplar en frenar cualquier intento de anular condenas, dignificar a las víctimas o perseguir a los represores. Una y otra vez les ha dado con la puerta en las narices: a la familia de Salvador Puig Antich. A la familia de Miguel Hernández. A la de Julián Grimau. A quienes han pedido anular unos consejos de guerra que eran un simulacro de justicia (y que una y otra vez son validados por la sala militar del Supremo). A quienes pidieron que el Estado asumiese la apertura de fosas. Solo una vez abrió la puerta a las víctimas: para que declarasen como testigos en la defensa de Baltasar Garzón, juzgado por investigar los crímenes de la dictadura, lo que fue el portazo definitivo del Supremo a cualquier pretensión de justicia en democracia. Y que se la busquen en Argentina.

El último capítulo este martes, al paralizar la exhumación de Franco. No les bastaba con atender el recurso de la familia extremando el garantismo: tenían que añadir en el auto una morcilla de cosecha propia, y de reconocible sabor franquista: afirmar a Franco como jefe del Estado, y hacerlo desde la fecha que el propio Franco decidió, contra el criterio historiográfico y contra todo principio democrático.

Sacar a Franco del Valle de los Caídos va a ser un camino largo y difícil, lleno de obstáculos. Pero más difícil parece barrer las pelusas del franquismo de las nobles estancias de las Salesas, y de los cerebros de algunos magistrados.

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