La historia se repite en Ucrania con la gestación subrogada
Entre el año 2000 y 2009 más de 3.000 niñas y niños fueron adoptados en Ucrania por matrimonios españoles heterosexuales (el único perfil admitido en este país). La tendencia de 300 adopciones de media por año empezó a bajar en 2010 cuando, por primera vez, la cifra no alcanzó las 100 adopciones (fueron 65).
En aquel momento eran un secreto a voces las sospechas de irregularidades sobre las instituciones del país que tramitaban los expedientes y, sobre todo, por la falta de ética y posibles vulneraciones de derechos que cometían quienes intermediaban allí con las familias españolas. Dos años después, en 2012, el problema se hacía real y urgió ponerle solución. Fue entonces cuando la Comisión Interautonómica de Directores Generales de Infancia del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad acordó suspender definitivamente la adopción internacional en Ucrania por considerar que las autoridades ucranianas no observaban trámites esenciales en los procedimientos de adopción internacional impedían mantener un adecuado seguimiento y control sobre la tramitación de las solicitudes de las familias españolas en el país. Concluidos los expedientes que ya se habían iniciado (2 en 2013, 5 en 2014 y 2 en 2015), las adopciones internacionales, desde 2016 hasta hoy, han sido cero.
¿Cuáles eran esas sospechas de irregularidades? Ucrania se convirtió en el destino perfecto para quienes querían adoptar bebés blancos. El país no había firmado el Convenio de La Haya de 1993 que establece las mínimas garantías para velar por el interés del niño en los procesos de adopción internacional y evitar el tráfico de bebés. Ese vacío legal hacía difícil exigir a Ucrania que estableciera controles mínimos durante el proceso de adopción. Lo cierto es que esto no pareció preocupar a quienes acudieron a esta vía de adopción ni inquietar a las autoridades españolas que fueron concediendo los certificados de idoneidad como churros.
Con dinero era sencillo que, en los servicios sociales de Ucrania, dentro de sus orfanatos o en los mismos tribunales donde se formalizaba las adopciones se acelerarán los trámites y que el menor asignado se aproximara lo máximo posible al 'bebé ideal' anhelado por la pareja.
España hizo la vista gorda
Si estas prácticas tuvieron lugar fue porque en España se hizo la vista gorda, pero también por el engaño, la extorsión y el ofrecimiento de funcionarios e intermediarios para recibir un dinero extra. Pero también las familias se prestaban, accedían y/o callaban ante la irregularidad de las prácticas. Ni entonces ni ahora a nadie se le ocurriría estigmatizar ni criminalizar a todas esas familias, primero porque no fueron todos los casos y segundo porque en el mundillo de la adopción internacional las reglas terminaban siendo algo muy distinto a lo que aparecía en el papel. La ventaja de Ucrania era la rapidez, la semejanza en el color de la piel y la corta edad de los niños adoptados. Motivaciones muy distintas a las que deberían primar en estos procesos.
No obstante, la gota que colmó el vaso no fue que se destaparan tal cual esas “esas irregularidades”, sino que se descubriera que se había falseado el historial de las madres biológicas de los bebes adoptados y que una parte de estos sufrían lo que se conoce como el Síndrome de Alcoholismo Fetal (SAF). Una enfermedad difícil de detectar en los primeros años de vida y que tiene su origen en el consumo de alcohol por parte de la madre durante el embarazo. Ahora sabemos, tras un estudio de 2018 hecho en Cataluña por el Instituto Catalán de Acogida y Adopción, que hasta la mitad de los niños y niñas adoptados de origen ucraniano podrían padecer este trastorno.
Ahora, el mismo país, Ucrania, vuelve a estar en el punto de mira por una situación muy similar: una regulación muy laxa, prácticas abusivas y fraudulentas, utilización del deseo de las familias extranjeras de tener un hijo e instrumentalización de la necesidad de las mujeres ucranianas. Pero, esta vez, las sospechas no se enmarcan en los procesos de adopción internacional sino en los de las gestaciones por sustitución.
Esta misma semana hemos sabido que la Fiscalía española, a petición de la ministra de Justicia, ha abierto una investigación sobre una empresa BioTexCom con base en Kiev y con sede en distintos países, uno de ellos en España. No es una investigación sobre la practica de la gestación subrogada en sí, ni sobre las agencias que intermedian en este u otro país, ni tampoco de los más de doscientos matrimonios heterosexuales (Ucrania solo acepta este perfil de ‘solicitante’) que han acudido a este país en los últimos nueve años. La investigación, se puede leer en El País, se centra en BioTexCom y en los posibles delitos de falsedad documental, evasión de impuestos y tráfico de personas que habrían sido denunciados por ciudadanos de distintos países, ninguno de ellos español (que se sepa).
Ucrania, destino preferido
Ucrania, al igual que hace 10 años cuando era el destino español preferido para las adopciones internacionales, sigue siendo un país marcado por la miseria, por las secuelas de la catástrofe de Chernóbil y por el conflicto armado. De hecho, no solo es el país más corrupto y pobre de Europa, sino que los medios, periodistas y ONG se ven continuamente amenazados en su libertad de expresión y de asociación por parte del gobierno. Pero de esto y de que el país no ha ratificado el Convenio de Estambul que lucha contra la discriminación y violencia contra la mujer no se habla. Es mejor seleccionar y simplificar los mensajes que ofrecer una información de conjunto que sirva para comprender.
Cuanto más se polariza el no-debate de estar a favor o en contra de la gestación subrogada/vientres de alquiler y las posturas punitivas ocupan más espacio, menos margen de maniobra y debate se deja para analizar de forma informada, con perspectiva global y lógica de derechos la cuestión de fondo. Un tema que necesitamos abordar y no se puede posponer y que trasciende a la polémica de la gestación por sustitución: el deseo de formar una familia y la mercantilización de ese deseo, aunque pueda ocasionar daños.
Al decir esto no solo estoy pensando en los entresijos (con tintes coloniales y clasistas) de la devaluada adopción internacional. No hace tanto, en 2015, en España éramos el tercer país del mundo receptor de adopciones internacionales. Entre 1991 y 2017 se tramitaron más de 65.000, en condiciones muy dispares y por algunas de las cuales se ha llegado a pagar hasta 40.000 euros.
Al decir esto, sobre todo estoy pensando en la industria de la reproducción asistida que tiene lugar dentro de nuestras fronteras. Una industria de la que somos país líder con cifras récord en este últimos años y con un mercado de negocio (apenas regulado) que mueve más de 530 millones de euros. La mayor parte de este mercado (410 millones) se mueve en la esfera privada, casi el 80% de ese mercado es absorbido por centros de titularidad privada especializados en esta actividad y solo el 12,3% corresponde a hospitales públicos (el resto a clínicas privadas).
El tema de Ucrania nos ofrece la posibilidad de no seguir posponiendo un complejo debate que va más allá del sí o el no. No es un debate nuevo, hay quienes ya lo han planteado, sin ir más lejos Sara Lafuente Funes en una columna en este medio.
Si no queremos que se mercantilice con los deseos de las personas de formar una familia tenemos que abordar el asunto de forma integral y sin más líneas rojas que el respeto a los derechos humanos de los más vulnerables. No es fácil, pero necesitamos debatir para ver las alternativas posibles a la mercantilización actual del deseo de formar familia. No nos podemos negar porque sí o porque no a “testear modelos de crianza compartida en los que la necesidad de implicación de terceras partes se minimice en lo monetizado y se amplíe en lo vital”.
Para ello hay que partir de reconocer que ya existen modelos de familias intencionales (vía adopción, vía gestación, vía reproducción asistida) que parten de ecuaciones no mercantiles donde priman los afectos, cuidados y apoyos. Es una responsabilidad común dejar de dirigirlas a callejones sin salida para luego señalarlas con el dedo cuando las cosas no gustan o van mal.