El interés general y los lobbies
Si hasta ahora tomar decisiones políticas sobre el coronavirus era una actividad de riesgo, en los próximos meses va a ser de infarto. No es fácil encontrar el encaje entre las dos curvas, la de la evolución sanitaria de la pandemia y la del impacto económico. Por mucho que se diga que salud y economía no son bienes confrontados, todas las decisiones deben encontrar ese complejo equilibrio.
Cuándo y con qué intensidad se adoptaba el confinamiento puede parecer –a toro pasado– una decisión clara y a pesar de ello generó fuertes polémicas, unas con argumentos serios, otras forzadas por la voluntad de confrontar y hacerse el agraviado. A pesar de las broncas interesadas fue una decisión relativamente sencilla si se compara con las que están por venir, porque las normas legales son útiles para regular situaciones de alcance general pero tiene más dificultades cuando se trata de regular asimetrías o hacer trajes a medida.
Esta semana entramos en una nueva fase de la pandemia, que va a ser de gran complejidad, alto riesgo político y requerirá del bisturí del neurocirujano. Es un terreno propicio para los coleccionistas de agravios y minado para quienes toman decisiones.
Pasar a la fase 2 requiere decidir sobre la diversidad de situaciones personales, de grupo, territoriales y sectoriales, con el reto de que el resultado final sea a gusto de todos. Misión imposible, seamos sinceros, porque cada uno de nosotros vemos el mundo desde nuestra pequeña baldosa y los menos empáticos ni tan siquiera entienden que hay otros baldosines.
Yo –como ustedes– tengo claro qué criterios debe utilizar el Gobierno en relación a colectivos de riesgo, edades de frontera, pasear, hacer deporte, trabajo presencial o teletrabajo y mil detalles más. Y por supuesto eso que yo pienso es lo que debe salir en el BOE. Esta fase de decisiones complejas en el ámbito sanitario no es nada comparada con las que van a tener que tomarse en materia económica.
De momento el Gobierno ha optado, a diferencia del PP en 2011, por no recortar derechos ni prestaciones sino por aumentar el universo de beneficiarios y la intensidad de la protección. Un acierto que está minimizando el impacto económico y sobre el empleo. Además, las medidas protegen al mismo tiempo a personas trabajadoras y empresas, combinación no siempre fácil.
El Estado se ha convertido en pagador de último recurso hasta niveles nunca vistos. Seis millones de personas reciben rentas públicas y otros más obtienen liquidez por muchas vías, préstamos avalados, aplazamientos tributarios y de cotizaciones. Se ha llegado a colectivos que en otros momentos quedaron desprotegidos o en el reino de los discursos, como los autónomos.
Además, se está produciendo un efecto llamada, cuanta más protección ofrece el Estado, más colectivos requieren ayudas y de más intensidad, incluso los fundamentalistas detractores de la intervención del Estado en la economía. El Gobierno ha decidido que para salvar personas y empresas, se recargaban las espaldas del Estado que, por mucho que algunos demagogos lo ignoren, también tiene sus límites, tanto en la intensidad del gasto público como en su duración temporal.
Más pronto que tarde el Gobierno deberá decidir el futuro de los trabajadores que hoy están en suspensión temporal de contratos, que hacer con los aplazamientos de pago y muchas otras cosas de gran impacto económico. Además lo hará mirando, por el retrovisor, a la Unión Europea, porque no es lo mismo contar solo con la cadavérica y magullada capacidad tributaria del Estado español que hacerlo con el compromiso mancomunado de la Unión Europea.
El reto ha comenzado pero aún estamos en la etapa prólogo, y por delante quedan puertos de primera categoría especial y vías de escalada de dificultad extrema. El Gobierno tiene ya sobre la mesa propuestas de diferentes sectores para prorrogar sin límite temporal conocido los ERTEs, para alargar sine die los aplazamientos de tributos y cotizaciones y planes de rescate de sectores productivos.
Se trata de propuestas legítimas, casi todas, pero que tienen un problema no menor, sumadas superan en mucho la capacidad del Estado para darles respuesta. Este es un dilema que todos entendemos, excepto cuando nos afecta negativamente. Es lógico, el bien común, el interés general, es un concepto muy difuso. Y salvo para los que lo identifican con banderas es muy complejo de concretar.
En las próximas semanas asistiremos a un aquelarre de lobbies (no tiene sentido peyorativo), comenzando por organizaciones empresariales (léase CEOE) que harán de portavoces de todas las reivindicaciones sectoriales, incluso a sabiendas de su insostenibilidad. El mismo reto asumen los sindicatos confederales, presionados por un sindicalismo corporativo que no se siente concernido por el bien común ni por los intereses generales de los trabajadores.
En estas situaciones los gobiernos deberán decidir con la mirada puesta en el bien común, pero nada nos asegura que esa dialéctica conflictiva entre interés general y lobbies no irrumpa también en el Consejo de Ministros. La historia esta llena de ejemplos en que los ministerios se convierten en meros representantes de su sector. Así debe ser, pero sin dejar huérfana la responsabilidad de defender el interés general. Los titulares de Hacienda saben que en estas situaciones tienen adjudicado el papel de malos de la película, pero ni a la perversa Cruella Osmelyn de Vil le apetecería ser tan malvada.
Nuestra sociedad está organizada a partir de la defensa de los particularismos y sin un horizonte común, como ya apuntaba hace 15 años Daniel Innerarity en El nuevo espacio público. El interés general no puede ser la suma mecánica de los intereses de individuos o grupos y mucho menos el resultado de la fuerza de los lobbies. Los gobiernos no pueden limitarse a ser el mero receptáculo de todas las peticiones y presiones. Deben priorizar el uso de los recursos públicos con criterios que, a mi juicio, deben garantizar un ingreso mínimo vital, mejorar la asistencia socio-sanitaria de la ciudadanía, especialmente de personas dependientes, y condicionar las ayudas públicas a mantenimiento del empleo y reconversión del tejido productivo.
En los próximos meses, la crisis del coronavirus pondrá a prueba a partidos, gobiernos, sindicatos, patronales, medios de comunicación y también a cada uno de nosotros. La ciudadanía pedimos grandeza de miras y capacidad de sacrificio a los dirigentes políticos, pero en muchas ocasiones, cuando hacen lo que les pedimos, después nuestro voto suele mandarlos al cementerio de los políticos coherentes.
Si no queremos que esta batalla la ganen los lobbies con más capacidad de presión y su resultado genere más desigualdad, no podemos dejar solo a los gobiernos en esa tarea de defender el interés general. Esta es precisamente una de las funciones que deberían llevar a cabo los Pactos de Reconstrucción.
A la pregunta que formulaba Innerarity en el 2004 “¿Y quién se ocupa de todos?” la respuesta podría ser: “Es responsabilidad de todas ocuparse de todas”. Solo así primará el bien común.
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