El (no) modelo de gestión del ingreso mínimo vital
De entrada, disculpen por el título, no he sabido encontrar otro mejor. Me encuentro entre los que valoran muy positivamente la aprobación por el Gobierno, y en un plazo muy breve, del ingreso mínimo vital. Un avance cualitativo en nuestro sistema de protección social, que crea un nuevo derecho subjetivo no condicionado a la contribución previa de sus beneficiarios, ni a la disponibilidad presupuestaria sino a las necesidades vitales de las personas.
Ello no me impide añadir que hay aspectos que podrían mejorarse si se termina tramitando como Proyecto de Ley. Y entre ellos destaca uno de gran trascendencia, la del modelo -aunque mejor sería decir el (no)modelo de gestión establecido en la norma.
El problema no es el reconocimiento diferencial a Euskadi y Navarra de su gestión, mientras para el resto de CCAA se plantea únicamente la posibilidad de conveniar la gestión a partir del 2021. Nunca he temido la asimetría, que no es lo mismo que desigualdad, si es objetivable.
Pero no me parece muy afortunado que la regulación final responda al acuerdo del Gobierno español con el PNV para facilitar la aprobación de la sexta prórroga del estado de alarma. Aunque debo añadir que esa responsabilidad no sea ni única ni mayoritariamente del Gobierno de coalición, sino de quienes sabiendo que no hay alternativa al estado de alarma se desentienden de esta responsabilidad, o los que a cambio de asumirla exigen contrapartidas que nada tienen que ver con la pandemia o incluso los que en las votaciones bailan la yenka –delante, atrás, un, dos, tres- de una votación a la otra.
El Decreto-Ley reincide una vez más en la lógica con la que se ha construido nuestro estado autonómico durante 40 años, la del (no)modelo y decisiones tacticistas que llenan este vacío.
El Estado de las autonomías se ha construido desde el primer momento sobre cuatro pilares: la inexistencia de una propuesta compartida por las fuerzas políticas, su desarrollo en función de los pactos de los partidos estatales con las fuerzas nacionalistas –actuando de bisagra- para apoyar la gobernabilidad de España, el Tribunal Constitucional llenando con sus sentencias los vacíos dejados por la política y el agravio comparativo como el gran motor autonómico.
Así ha funcionado durante 40 años y así hemos llegado hasta aquí, con la jugada repetida una y mil veces. Eso es lo que considero un doble error, por la reiteración en el camino utilizado y por las consecuencias que puede tener en las personas beneficiarias.
Hay que reconocer que la solución no es fácil, el problema competencial ya fue uno de los obstáculos que impidió acordar -en los procesos de concertación social posteriores a la huelga del 14D de 1988- la creación de una Renta de Inserción para toda España en 1990. Se trata de una prestación que constitucionalmente está a caballo entre la seguridad social competencia del Estado y las políticas asistenciales responsabilidad de las CCAA. Lo que ha suscitado sentencias, un tanto contradictorias, del Tribunal Constitucional que, todo apunta, puede ser una vez más quien termine resolviendo el contencioso, si no se evita con un deseable acuerdo político.
Aún estamos a tiempo y creo que debería prestársele toda la atención. Necesitamos una gestión eficiente y ágil de esta prestación para que sea útil para las personas beneficiarias y por eso me atrevo a hacer algunas sugerencias, consciente de que quien tiene que decidir lo conoce mucho mejor que yo.
Doy por hecho que todos compartimos el criterio de que cualquier modelo de gestión debe situar en el centro de sus prioridades a las personas y sus derechos. En teoría es así, aunque la vida está preñada de actuaciones políticas y de las administraciones públicas que se guían por lo contrario. Cuantas veces los líos de negociado –en sentido literal- terminan primando sobre el interés de la ciudadanía.
El modelo definitivo debe ser muy ágil y lo más armonizado posible, aunque eso sea más fácil de decir que de conseguir. Algunas de las personas que accedan al ingreso mínimo vital pueden tener derecho también a otras prestaciones de las CCAA muy dispersas y diversas entre sí – en el 2018 fueron 679.180 personas en toda España.
Además, la propia ley ha previsto –muy acertadamente- que el IMV vaya acompañado de acciones de inserción laboral y social que son competencia de las CCAA y algunas las ejecutan los Ayuntamientos.
En esta situación la mejor y casi única opción en términos de eficacia es la cooperación institucional, ya prevista en el Decreto-Ley. Me parece lógico que se simplifique el procedimiento de gestión con una sola ventanilla para evitar burocracia y garantizar celeridad. Pero otras experiencias de gestión, como las pensiones no contributivas o las rentas de inserción autonómicas, no nos llevan al optimismo.
Los datos del 2019 –los últimos que permiten hacer comparaciones- nos dicen que el tiempo medio de resolución por parte de la Seguridad Social de las pensiones contributivas de jubilación fue de 13 días – todo un éxito, si se me permite. Con un pequeño diferencial entre los 5 días en las provincias en que se resuelve más rápido y los 37 que se tardó en Girona.
Mientras, las pensiones no contributivas de jubilación gestionadas por las CCAA tuvieron en 2019 un período medio de tramitación de 152 días. Una diferencia que no se justifica en términos de complejidad en la gestión, y la mejor prueba de ello es la brecha abismal entre CCAA. Mientras en Navarra tardaron 24 días en resolver, 25 en Illes Balears y 30 en Euskadi por la parte baja, hay CCAA que se sitúan en el otro extremo, 393 días en Canarias, 251 en Andalucía y 157 días en Catalunya. No parece que haya más razones para justificar estas diferencias que la eficiencia o negligencia en la gestión.
El problema se agranda si analizamos la gestión de las rentas de inserción o similares de las diferentes CCAA, muy diversas en cuanto a su naturaleza, cuantía, duración y procedimientos. Los últimos datos disponibles son del 2018 y no permiten hacer comparaciones, entre otras cosas porque algunas CCAA no los hacen públicos. Sin ir más lejos, el Gobierno catalán no entrega estos datos referidos a la Renta Garantizada de ciudadanía ni a su propio Parlamento.
Con todos estos ingredientes, creo que se puede concluir que la fórmula apuntada por el Decreto Ley 20/2020 de conveniar la gestión con las CCAA solo se justifica si el resultado final es eficiencia y celeridad en la gestión del IMV. Por la naturaleza de la prestación y las personas beneficiarias, no es un aspecto secundario sino un tema central.
Parecería lógico que la administración central del Estado, que financia esta prestación, exija para conveniar la gestión que las CCAA se comprometan a cumplir algunos requisitos, relativos a períodos máximos de resolución, transparencia y participación en un sistema informativo único y que la duración de los convenios sea temporal y sometidos a revisión.
Sé que a algunos, fijando la mirada en el fuero – competencias- y no en el huevo –las personas beneficiarias- esta propuesta no les gustará, pero me parece ineludible si de verdad nos creemos que en el centro de la política están las personas y no las estructuras políticas y administrativas.
Acertar en el modelo de gestión no es una minucia, porque las leyes mejor intencionadas en ocasiones embarrancan en su aplicación y no nos podemos permitir que al ingreso mínimo vital le suceda algo parecido que a las prestaciones de la Ley de Dependencia. Tan importante como reconocer por ley un derecho es que las personas beneficiarias puedan acceder rápidamente a él. Nos jugamos mucho.
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