Cómo relacionarte con un fanático
Uno de los rasgos característicos que define una conversación sobre política es la profusión de personas que han caído por la pendiente del fanatismo. Cada día resulta más difícil entablar una conversación tranquila con gente que ha decidido no ver otra realidad que aquella en la que devotamente cree. Esta semana leí un afortunado tweet en el que alguien decía con acierto que ahora hemos abandonado el tradicional “ver para creer” como prueba de realidad y lo hemos sustituido por el “creer para ver”. Es decir, que hemos decidido ver solo aquello en lo que previamente creemos. El resto nos resulta invisible, transparente, inexistente.
Hace un par de años apareció en The New York Times una columna con un título similar al que aquí he utilizado. El autor, David Brooks, hablaba de la era Trump y de la dificultad creciente para relacionarse con personas que, llevadas del fanatismo, habían renunciado a dialogar con todo aquel que no compartiera sus mismas ideas. En el artículo, se citaba un libro de hace ya dos décadas titulado 'Civismo', escrito por el profesor Stephen L. Carter. La tesis fundamental del trabajo era que la única manera de enfrentarse al fanatismo era con el amor. Así como suena. Explicaba que, ante todo, este consejo era por tu propio bien. Según el autor, si caes en la tentación de responder a la indignación de tu interlocutor con la misma moneda, pasarás los siguientes días reconcomiéndote en tu propia furia. Al final, acabarías convirtiéndote en peor persona.
En Cataluña o en Madrid, en la izquierda o en la derecha, es fácil enfrentarse a personas con las que es imposible sobrepasar la primera barrera de intercomunicación. En un episodio de la famosa serie Juego de Tronos, uno de los protagonistas explicaba cómo cuando te colocas el casco de guerra quedas protegido de los golpes que puedas recibir por todas partes, pero tienes el problema de que sólo tienes un único campo de visión delante de ti y es imposible que te percates de lo que pasa a tu alrededor. Algo similar sucede en el debate público actual. Se produce cuando se confunde la convicción con el seguidismo. Tener ideas propias sobre todo es complicado. Para muchas personas, resulta mucho más sencillo seguir a rajatabla lo que otros decidan. Es decir: “Voy a escuchar a mi líder para saber qué es exactamente lo que pienso”.
Por mi trabajo, me sitúo casi a diario frente a personas que me temo que tienen serias dificultades para entablar una conversación abierta. Para ellos, discutir es imponer su criterio independientemente de lo que puedas contraponer. Todo empieza mal cuando conoces a una persona que te dice que es de las que les gusta hablar claro. Quiere decir que está absolutamente decidida a no escucharte.
Las redes han contribuido sin duda a acelerar este proceso de cerrazón intelectual. La velocidad de reacción, la brevedad de los argumentos, el deseo de notoriedad y el anonimato acaban por configurar una mezcla explosiva. He de reconocer que me sigue impresionando la capacidad de quienes, con toda tranquilidad, son capaces de despacharse con insultos o descalificaciones, en un par de frases, lo que se le ponga por delante. Es como eructar en respuesta a una educada pregunta. Es sonoro, breve, inapelable… aunque quizá resulta poco constructivo.
A quienes nos gusta practicar la moderación como norma de comportamiento tenemos ahora un nuevo problema. El término se ha puesto de moda y se utiliza desde diferentes posiciones ideológicas y con discutibles intenciones. Ser moderado no significa ser equidistante, ni dejar de tener sangre en las venas. Ni quiere decir que carezcas de ideología. Ni se trata de practicar la “filosofía de las almas tiernas”, como criticaba Jean Paul Sartre.
Hoy en día, la moderación es la forma más útil y sana de sobrevivir en un mundo polarizado de fanáticos. La moderación te obliga de antemano a partir de la duda en lugar de la convicción absoluta. Te aconseja escuchar además de hablar. Te permite la posibilidad de cambiar de opinión si descubres un argumento mejor del que tú partías. Te anima a seleccionar opiniones procedentes de bandos diferentes y poderlas mezclar sin que sea considerado un delito. Te recomienda la utilización del buen humor como recurso frente a la tensión. Te facilita la herramienta de la cadencia de la contención frente a la urgencia del exabrupto. La moderación implica una cierta militancia. Más caótica, anárquica e inestable. Pero, sin duda, una militancia más enriquecedora, abierta y afectuosa.
Efectivamente, al final la salida frente al fanatismo es la del amor. A ver quién tiene huevos de defenderlo en público.