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El rey está desnudo

Juan Carlos I y Felipe VI

Esther Palomera

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Se conocen tantas versiones como culturas han retomado la estructura argumental del relato. El cuento lo escribió Hans Christian Andersen y se conoce por el título El Rey desnudo. Unos sastres llegan a un reino lejano y engañan al monarca, a su corte y a todo el pueblo, haciéndoles creer que eran capaces de fabricar un traje que solo la gente inteligente podría ver. Según los modistos, sólo para los ciudadanos idiotas el traje resultaría invisible. Todos muerden el anzuelo y, por temor a quedar como imbéciles, dicen ver el traje mientras el rey se pasea en ropa interior por las calles del reino, recibiendo todo tipo de halagos por su “espléndido vestido”. La mentira solo queda al descubierto cuando un niño del público grita con valentía “¡Pero si el rey está desnudo!”.

No hace falta irse tan lejos, ni repasar aquella fábula, ni que un niño nos advierta de la situación en la que está Felipe VI. Salta a la vista. Mientras España entera vive en vilo y confinada en sus casas por el estado de alarma decretado por el Gobierno como consecuencia de la expansión del coronavirus, Casa Real emitía el domingo por la noche un comunicado para anunciar que el jefe del Estado renunciaba a la herencia de su padre, Juan Carlos I, tras el escándalo por haber recibido pagos multimillonarios de la monarquía Saudí.

No acostumbra la Zarzuela a trabajar en fin de semana. Tanto es así que el monarca no ha tenido a bien aún dirigirse a los españoles para enviar un mensaje de tranquilidad ante la pandemia y sus estragos. Ni una palabra a las familias de los fallecidos, ni un comunicado con el que dar aliento a los infectados, ni un gesto de reconocimiento a la labor de los profesionales sanitarios. Pero quienes mueven los hilos de la institución aprovecharon, eso sí, la congoja y la preocupación de los españoles, pegados a las televisiones y los diarios digitales en busca de información sobre el maldito virus, para intentar mitigar la onda expansiva de una bomba de neutrones, que va mucho más allá de los cortesanos titulares y las más cortesanas aún reacciones políticas que, en general, se han leído o escuchado en las últimas horas.

“El rey hijo mata al padre…”, ha escrito Ignacio Escolar en este mismo diario. Pero además de matar a su progenitor, Felipe VI y la institución quedan gravemente heridos. Del comunicado se desprende que hacía más de un año que el actual monarca tenía conocimiento de la fortuna que su padre tenía fuera de España porque de ello le informó un despacho de abogados. Sostiene que avisó a las “autoridades competentes”, pero no hay constancia de que lo hiciera ante la Fiscalía, la Agencia Tributaria o el juzgado de guardia más cercano al complejo de la Zarzuela. Luego, añade que se fue al notario para renunciar a la herencia que como beneficiario de la fundación offshore en la que Arabia Saudí había inyectado 100 millones de dólares le correspondía. Extremo este último no previsto en nuestro Código Civil, ya que en España no se puede renunciar a una herencia en vida del testador.

El escándalo es de proporciones siderales. No afecta solo a la ya de por sí maltrecha reputación del rey emérito, le condena a un ostracismo del mismo volumen que su inmoralidad y su falta de ejemplaridad y deja tocada a la institución por completo, después de años de sobresaltos. Ahora se entiende mejor que su hija Cristina, repudiada social e institucionalmente, se resistiera a condenar siquiera la moral de su esposo por comportamientos parecidos después de haberlo vivido en su propia casa con su padre. Urdangarín no hizo más que seguir el ejemplo de lo que vio desde el primer día que llegó a la familia.

Y los guardianes de las esencias de la institución, cual sastres del relato de Hans Christian Andersen, aún han decidido que Felipe VI es ejemplar, que ha tenido un gesto de grandeza al desligarse de su padre al retirarle la asignación real y que nada sabía sobre su designación como beneficiario de una fundación vinculada a Juan Carlos I que se nutría con fondos opacos. Por supuesto señalan como imbécil a quien así no lo entienda y lo repita cual papagayo en todos los foros públicos.

En nuestra Constitución, la Corona no es una institución ornamental sino la clave de bóveda de un sistema de organización política, que es la monarquía parlamentaria. Hasta los más fervientes defensores de la institución siempre han dicho que mantener su vigencia dependería siempre de lo útil que fuera con la sociedad a la que sirve. Un argumento que empieza a resquebrajarse, y no sólo por el escandaloso silencio ante la más grave crisis sanitaria que jamás haya vivido España, sino porque, más allá de las derivadas jurídicas que el escándalo tenga, la impresión es que la monarquía no solo tiene un problema, sino que en este momento es un enigma más de la tambaleante estabilidad del sistema. Dicho de otro modo: el rey está desnudo.

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