La sentencia del procés nos condena a la España eterna
No por esperada, la sentencia del procés a los políticos independentistas catalanes es menos demoledora. En varios sentidos. Hay uno general que nos cae como una losa a todos, de punta a punta del país: saber que en las decisiones de poder, España siempre derrapa por el mismo sesgo, o siempre carga del mismo pie. Es una mezcla de autoritarismo, involución y torpeza que no mejora con el tiempo y el desarrollo. Pedro Sánchez y su gobierno vinieron a demostrarlo este lunes, cuando a las 8 de la mañana, empezaron a tuitear una campaña, en varios idiomas, contando que España es una democracia consolidada. ¿Se imaginan algo igual en cualquier parte del mundo civilizado? ¿Les cabe en la cabeza que Francia, Alemania, el Reino Unido, Portugal... hicieran esa proclamación que nadie les pide? La pluma del complejo asomaba con sonrojante desmaña. Y el martes le dan otra vuelta de tuerca contando lo felices que son los extranjeros en España. Aunque no incluyen a los que trepan por las vallas con púas de Ceuta y Melilla.
La Sala de lo Penal del Supremo se puso a opinar sobre sus decisiones, lo que parece fuera de lugar en su cometido, al decir de algunos expertos. Pero lo que sí dijo sobrecoge. Los líderes independentistas hicieron “un simulacro” que engañó a los ciudadanos. Un simulacro. Y eso está penado con entre 9 y 13 años de cárcel. A Carme Forcadell, como presidenta del Parlament, la sentencian a 11 años y medio de cárcel porque tuvo la responsabilidad principal a la hora de aprobar “el cuadro normativo” inconstitucional que creó una legalidad paralela e hizo posible todo lo demás. Primer caso en la historia democrática de condena por presidir la aprobación que un tribunal penal considera anticonstitucional. Cuesta seguirlo. Los 'Jordis' “alentaron a ocupar los colegios” y a “impedir la actuación policial” el 1-O con sus tuits y declaraciones. Con sus tuits. Personas especialmente pacíficas como valora la propia sentencia. Parece una pesadilla pero es cierto. No hubo ni violencia organizada, ni rebelión, ni secesión, ni golpe de Estado. El Supremo aplica la sedición, como explica Ignacio Escolar, una figura penal de origen autoritario y que no aparece como tal en buena parte de las legislaciones europeas.
El Supremo, además, nos obsequia con una teoría sobre la desobediencia civil que convierte en sedición cualquier protesta. Lejos de derogar las leyes y códigos mordaza con un gobierno declarado progresista, se da un recorte a las libertades civiles francamente preocupante.
La España eterna bulle en este marco. No deja de ser curioso repetir innecesariamente –en apariencia- elecciones justo cuando se esperaba la sentencia del Supremo y en los duros términos que ha sido rubricada. Se preveían las consecuencias que iba a provocar. Fue una sentencia tan anunciada que todos tomaron posiciones. Para sacar provecho en varias de ellas. Pablo Casado confirma la afirmación de, entre otros, Oriol Junqueras: No es justicia, es venganza. Ofende oír al presidente del Partido Popular decir que “quien la hace, la paga”, conociendo la historia de corrupciones e impunidades de su partido. Y pedir un cambio en la tipificación de los delitos para que se ajusten a su voluntad. Por la misma línea andan sus correligionarios. La afición de la derecha –desde el centro derecha a la extrema derecha- a legislar según sus apetencias parece ser endémica.
Las reacciones han sido las esperadas. Disturbios, represión policial, heridos, tensión. Con una amplia cobertura mediática, con retransmisiones dramatizadas en directo, culpabilizaciones al gusto. A protestar no salen solo los independentistas sino los agraviados por unas “sentencias despiadadas”, según las calificó textualmente el periódico francés Liberation. “Encarcelamientos draconianos” que “avergüenzan España”, según el editorial de The Guardian. Lo son.
No olvidemos que la violencia la vimos en la represión de octubre de hace dos años. Los españoles con los ojos abiertos y el mundo entero escandalizado por mucho que la vistan de no se sabe qué modernidad en campañas de lavado. Es como reacciona la vieja España, la que no arranca al progreso pasen los años que pasen.
Luego están los que se atrincheran en odios y rencores, ideas preconcebidas, y ese destructor “A por ellos” con el que se llenan las tripas muchos de quienes tienen el cerebro vacío. Un sector de la sociedad que no cree en la democracia, hemos de ser conscientes de ello, de esa gravísima realidad en la que vivimos.
Como aragonesa, descendiente de la Corona que compartimos en la Edad Media nada menos, sé desde niña que “el problema” catalán no nació ayer. La identidad catalana es una aspiración muy arraigada; abochorna ver cómo la simplifican. Fue el rey Borbón Felipe V quien, vencedor en la Guerra de Sucesión contra la Casa de los Austrias, suprimió en los Decretos de Nueva Planta leyes e instituciones de varios territorios, fundamentalmente los que componían el reino de Aragón (entre 1707 y 1716). Como harían Casado, Rivera y Abascal ahora mismo, y quién sabe si alguno más. Y es esa pugna lo que alimenta votos. En ciertas personalidades, las dignidades y patriotismos auténticos no dejan de ser una presunción.
En esa progresión del uso de los sentimientos de muchos catalanes, Rajoy se aplicó a fondo y logró que el independentismo catalán se triplicara con creces pasando del 15% al 48% en una década. Más poder para aquello que hagan cuando están en los gobiernos. Artur Mas también lo utilizó, creyendo que los miles que salían en la Diada lo hacían por él. Unos más, otros menos. Ahora, a toda máquina con nuevas elecciones a la vista.
Una cuestión, discrepancia, aspiración, llámenle como quieran, que sin duda habría que resolver de una vez por cauces políticos. Es un tema muy dificil, de ahí, los años, los siglos que lleva sin resolverse. Lo piden jueces progresistas, cualquiera con dos dedos de frente y todos los de las dos manos de demócrata. Por supuesto que no se puede declarar la independencia sin más. Para eso era necesario un referéndum con todas las garantías. Con luz y cámaras, que los taquígrafos son ya de los siglos de los que no nos dejan salir. Con libertad. Negociando. Pero había que sacar tajada. Y hay que seguir en esa tarea que da beneficios. No precisamente de los más limpios.
La sentencia, con todas las dudas que ofrece, ha ahondado las heridas en multitud de catalanes. “Casi la mitad no quieren seguir en España. Más de dos tercios de ellos quieren votar. Una mayoría absoluta –superior al movimiento independentista– cree que el juicio no ha sido justo y que los presos deberían estar en libertad”, informa el artículo del director de Eldiario.es.
El caso es vivimos en una Europa, organizada en Unión, que cierra los ojos hasta a genocidios. O en una España que viene usando las poltronas de gobierno para intereses particulares, incluidos los saqueos de las arcas públicas. Una que soporta la degeneración de instancias esenciales para la democracia, amiguismos, privilegios, trapicheos sin fin. Con una parte de la sociedad que se ciega como si le pusieran la bandera por capote –como hacen algunos especímenes en su delirio-.
Todo eso y más pasa. Incluyan la estupefacción, el dolor de ver que, de las dos Españas, casi siempre lleva las riendas la misma. Así pasen los días, los meses, los años, las décadas, las centurias. Y en ese marco, unos políticos van a estar años encarcelados por hechos que en nada se parecen a los auténticos destrozos de la convivencia. Nos dicen, en la típica trampa española, que pronto saldrán con permisos, que hasta podrían ser indultados por las leyes catalanas -que por cierto los políticos de la amplia ala ultra querrían cambiar también-. Pero no, la justicia exonera. Sus familias merecen esa justicia. Entre rejas y con estigma de condenado sin haber usado –que lo vimos- la violencia que la injusticia insoportable aplica. Siempre que los Tribunales superiores, europeos, no le pongan remedio. Que por algo se hacen “promos” en idiomas foráneos. O que la política de verdad, limpia y abierta, se decida de una vez a buscar una solución.