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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

El sexo de las supervivientes

Protesta en Argentina contra la violencia machista (imagen de archivo).

Gabriela Wiener

Ayer una amiga se derrumbó sobre nosotras después de varias horas de hablar de #Cuéntalo. Ya habíamos pasado por todos los temas, de lo menor a lo más escalofriante, y estábamos en la sobremesa de las confesiones comentando nuestras fisuras anales, que desde hace años y hasta ahora nos sangran por todas las veces que accedimos a tener sexo anal cuando en realidad no queríamos o no demasiado. Y también por las veces que ni siquiera accedimos y en las que les dijimos que ya estaba bien, que ya vale, que pararan y siguieron hasta reventarnos el culo y nunca los vimos más excitados que en ese momento. Entonces fue cuando ella se puso a llorar desconsoladamente.

–Algo horrible me ocurre porque si no, no lo entiendo... al leer las historias de #Cuéntalo me… excité. No quería, fue completamente involuntario, solo empecé a calentarme, a lubricar y mientras trataba de rechazar esa sensación completamente inoportuna, al mismo tiempo empecé a llorar, a sentirme un monstruo, a hundirme en la vergüenza…

A ella, que ha estado sobre todo en relaciones tóxicas con tipos que la han maltratado, forzado, acosado y violado, de pronto, para su estupefacción, le estaba pasando “eso” al leer historias tan tristes y sublevantes como las que tuvo que pasar ella misma.

Le cogimos de la mano, buscando desesperadamente las palabras, improvisando con calidez. Yo le hablé de todas las veces que busco porno asqueroso para excitarme, por ejemplo vídeos de tocamientos indebidos cuando me paso la vida escribiendo contra ellos, y cómo después de masturbarme con eso me siento peor que antes. Otra le dijo que se había masturbado una vez pensando en el sexo que tenía con esa pareja que la había manipulado y abusado de ella, y de toda la culpa que sintió. Le hablamos de tantas mujeres violadas cuando eran niñas y que hoy cuando lloran sienten una especie de excitación fuera de lugar, porque un desgraciado decidió que por el resto de su vida trauma y sexualidad fueran indesligables. De la chica a la que su padre violó y ya no hay forma de que sienta placer ni plenitud con nada bueno o sano o hermoso, porque solo el desafecto, la traición de la confianza, la pérdida de la inocencia, todo lo que se parece a la autodestrucción, le excitan. Nos imaginé a todxs reproduciendo en nuestras camas los patrones de esa violencia primigenia, bautismal, que se queda como una memoria dormida en el cuerpo, condicionando la libido, automatizando la voluntad.

Hablamos de todo eso que no debió pasar y de sus secuelas extrañas, complejas, que no podíamos ni siquiera contárnoslas a nosotras mismas y que ahora brota imparable en hilos de sororidad como #Cuéntalo, en el que la gran mayoría de mujeres confiesan agresiones ocurridas cuando tenían menos de diez años, que normalizaron como parte de sus vidas de mujer y que deben sacar, trabajar para sanar. Hablamos de que en los primeros años se forma o se deforma nuestra mirada del mundo, nuestra trastornada relación con él, gracias a todo aquello que será nuestra precaria educación sexual. Nuestro erotismo es una mezcla de cultura, porno, moral y trauma, todo eso que se vuelve deseo, morbo y fantasía. Esas primeras experiencias en adelante harán que eroticemos ciertas cosas y no otras, y para demasiadas mujeres el no consentimiento y el abuso habrán sido su marca indeleble.

Yo no lo hablé en ese momento, pero si tuviera que contar algo asquerosamente machista que marcó mi sexualidad, contaría que me sentí tan rechazada cuando era niña y adolescente porque no encajaba, porque era ruca, mujer fácil, fea, chola, libre, que hasta ahora me cuesta sentirme deseada, y eso que tengo gente a mi lado que me lo asegura, pero nunca es suficiente. Durante el largo tiempo en que me odié el sexo fue mi único poder, aunque también fue culpa y estigma por atreverme a vivirlo, y busqué salvajemente experiencias, algunas mías pero muchas centradas en complacer a los hombres para gustarles, para que no me dejaran, por las que acababa vacía, rota, casi siempre maltratada y desechada una vez que se satisfacían conmigo, muy lejos de mi propio placer. El amor me ha curado muchísimo pero el cuerpo a veces habla de esa herida, o mis orgasmos lloran. Y la rabia florece.

A veces sueño que hago un viaje o que ya lo estamos haciendo, la odisea del relato propio encadenado, el cadáver exquisito con nuestras historias, que evitará que nos volvamos cadáveres verdaderos.

En ese viaje, pongamos que hemos alquilado un coche azul descapotable con nuestra mejor amiga Thelma o Louis.

Yo he viajado al momento en que mi primer novio me hizo llorar a los 13 años porque no quise bajarme el pantalón. Y me dejó ese día.

Y he buscado dónde vive ahora el tipo que me sedujo y me convenció de ir a su casa y no me hizo ni puto caso cuando le dije que parara, que no quería, y tuve que salir corriendo.

Y en un pasillo de mi mente he encontrado a ese sujeto con el que me enrollé una vez y que mientras teníamos sexo vio que me había venido la regla y me empujó muerto de asco, me obligó a bañarme y me botó de su casa.

También a esos dos que me follaron borracha en una playa sin protección y me contagiaron ladillas.

En ese viaje he llegado hasta el tipo que me folló violentamente en el techo de un edificio, con medio cuerpo sobre el abismo y temí que me matara.

Y he corrido detrás del hombre que siguió a mi hermana, cuando tenía 14 años, hasta nuestro edificio, se metió con ella en el ascensor y comenzó a menear su pene delante de ella hasta asustarla de por vida.

Y siempre, siempre, a por el ex que me reventó la nariz porque se partía en dos de celos.

He podido volver a cagarme en la vida del viejo que me metió la mano cuando pasé a su lado con mi minifalda escolar.

Y he decidido no olvidar al que eyaculó dentro de mí sin decirme nada porque no se aguantó y pensó que eso es lo normal, que ya me tomaré una píldora al día siguiente.

No sé dónde acabará nuestro viaje justiciero y feminista, compañeras, si acabaremos muertas o más vivas, solo sé que tenemos que hacerlo por las que vienen. Mi hija tiene 11 años y en su colegio algunos niños ya la llaman “hembrista”.

Yo no creo como la escritora Catherine Millet –alguien maravillada por la posibilidad “técnica” de que una mujer tenga un orgasmo durante una violación (sic)– que lo que importa es salvaguardar la mente o el espíritu, mientras el cuerpo puede independientemente sufrir degradaciones al paso, deseadas o no. Creo en la unidad de lo que somos porque la mente es cuerpo, porque todo lo que ha hecho el machismo en nuestros cuerpos ha marcado profundamente nuestra alma y estamos empeñadas no en seguir disociadas, al contrario, más bien en reunirnos y en poner todo a buen recaudo.

Le oí decir a la feminista peruana Angelica Motta, que suele darle vueltas al tema de la educación sexual en los niños, que hay que erotizar el consentimiento desde muy temprano. Sí, porque si las mujeres sufren tantas violaciones es porque los hombres lo que tienen erotizado –por su escasa educación sexual, por su consumo precoz de porno de mierda, por el patriarcado que los atraviesa, etc.– es el forzar y violentar mujeres; así como muchas mujeres tienen erotizados la obediencia, la pasividad y el sometimiento, porque desde niñas las obligan a darle un beso al tío y luego el tío las toca y ellas callan. Y seguimos callando hasta hoy que hablamos y dejamos mudo al resto del mundo.

Me gustaría pensar en cómo hacer cada vez más del sexo una experiencia consentida y con sentido, en que aprendamos a jugar, salir y entrar en roles, consensuar, ficcionar oscuridades pero volver a la luz, acordar y cuidar, buscar que el sexo sea también una vivencia real de encuentro con el otro y la otra, de verdad y trascendencia.

Empezar a cuidarnos en serio no es de puritanas, es de supervivientes.

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