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No es preciso recorrer a espías ni micrófonos ocultos para saber con claridad que vivimos en el país con más paro, más desahucios y más casos de corrupción de Europa, después de Grecia. Ni el gobierno central ni el autonómico tienen un plan de choque mínimamente eficiente contra la situación reconocida, como sería su responsabilidad. Ni siquiera tienen la prioridad práctica de poner en primer plano de su tarea estas urgencias, más allá de la desacreditada retórica habitual, destinada a dejar pasar el tiempo, sin admitir que nada volverá a ser como antes. Se trata de la peor crisis que hemos vivido en la actual democracia y los 32 años de autogobierno catalán. La tasa de paro se ha triplicado, el 26 % de la población activa española, el 24 % de la catalana y el 55 % de los jóvenes se encuentran sin trabajo y este sol hecho debería protagonizar la actualidad mucho más que otros temas derivados o secundarios que la inundan. Quienes conservan el trabajo han visto los ingresos recortados por múltiples lados, de modo que el 29,5% de los catalanes viven en riesgo de pobreza (por debajo del 60 % de la media de ingresos de la población en general), según la última encuesta del Instituto de Estudios Metropolitanos. Esta situación general tendría que ser considerada infinitamente más escandalosa que los nuevos casos de prácticas corruptas que se ventilan cada día. La espuma de los días no ha de sumergir el auténtico perfil de la cuestión
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