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CRÓNICA

¿Hay que poner el contador de lágrimas a cero en política antes de salir de casa?

Pedro Sánchez en un pleno del Congreso el 10 de abril.

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¿Hay que poner el contador de lágrimas a cero en política antes de entrar en el despacho o en el Congreso? ¿Están siempre justificados los ataques personales a los políticos cuando representan ideas que consideras aborrecibles? ¿Mostrarse vulnerable ante los demás es un error porque creerán que han acertado al encontrar tu punto débil? Los hay que así lo piensan y el último ha sido Carles Puigdemont al comentar la decisión de Sánchez de reflexionar durante cinco días “si merece la pena” seguir en Moncloa después de los ataques a su esposa.

“Conocemos mucho mejor que ellos la represión y de qué va la policía, la prensa y la justicia española. Como les conocemos bien, nosotros salimos llorados de casa”, dijo en un mitin en Argelès-Sur-Mer, Francia. Es campaña electoral y Puigdemont quería sacar pecho de lo valiente que es. Por otro lado, su lista de agravios por lo que ha sufrido desde que salió corriendo hacia Bruselas es muy larga. Claro que él no lo llamará lloriqueo, sino serena indignación.

Curiosamente, alguien muy diferente al expresidente de la Generalitat dijo lo mismo en la Asamblea de Madrid en 2022. Isabel Díaz Ayuso se burló de Mónica García, entonces portavoz de Más Madrid: “Debe de ser muy duro para usted lo que le ocurre cada vez que viene a esta Cámara intentando destrozarme a mí, a mi familia, a mi entorno. Créame, no me afecta lo más mínimo. Por eso, le repito. A la política se viene llorado de casa”.

Ayuso decía que no le afectaban esas críticas. La realidad es que nunca ha parado de quejarse del acoso que dice recibir. Ya en su primer debate de investidura en 2019, dijo que sufría la campaña “más machista y deleznable que se ha hecho contra un candidato”. A cuenta de la investigación por el fraude fiscal cometido por su novio, ha afirmado que está siendo objeto de un “escarnio vergonzoso” y “una persecución desproporcionada”. Para reforzar su condición de víctima, ha dicho que “llevo cinco años aguantando esto”.

Tachar de debiluchos a los que se rebelan contra el acoso personal en política forma parte de esa imagen masculina por la que mostrar tus sentimientos en público se considera una forma de debilidad por la que pagarás un precio muy alto. Abrirás un hueco por donde se colará el enemigo. Es mejor vestirse con una coraza infranqueable para dejar claro que los ataques no te harán mella ni te harán cambiar de rumbo bajo ningún concepto. Puede ser una táctica muy masculina, pero es ejecutada sin rubor por políticas como Díaz Ayuso.

Lo que está en discusión es una forma de hacer política en el que la demolición personal es un objetivo legítimo para algunos. Ahora se habla mucho de polarización y de cómo responder a estrategias deliberadas de algunos partidos. La polarización no es algo que sucede, como si fuera un fenómeno inevitable, sino que es algo que se provoca.

Sin embargo, no es nuevo en la política española y ha sido siempre más intenso y descarnado cuando la derecha está en la oposición. Y en una ocasión cuando la derecha estaba en el Gobierno, en los años de Adolfo Suárez en el poder.

Suárez sufrió un acoso impenitente por parte del ala derecha de su partido, representada por los democristianos Herrero de Miñón y Alzaga. Ni siquiera cuando UCD ganó las elecciones de 1979 cedieron en sus intentos de desestabilización. Querían que renunciara a algunas de sus políticas tendentes al centroizquierda y que se acercara a Alianza Popular. Herrero solía comer con Manuel Fraga y con Carlos Ferrer Salat, presidente de la CEOE, para encontrar una manera de acabar con Suárez. 

Los ataques a Felipe González fueron constantes en los años noventa. Parte de esas críticas estaban justificadas. No es que la corrupción se extendiera, sino que terminó provocando la dimisión del director de la Guardia Civil y del gobernador del Banco de España por graves delitos. Alianza Popular había tenido la colaboración directa de varios medios de comunicación en su estrategia de persecución de Suárez. Lo mismo ocurrió después contra González en una operación periodística en la que uno de sus protagonistas, Luis María Anson, confesó años más tarde que se habían sobrepasado los límites habituales en los medios de comunicación.

“Al subir el listón de la crítica se llegó a tal extremo que en muchos momentos se rozó la estabilidad del propio Estado. Eso es verdad”, dijo el que fue presidente de la agencia EFE y director de ABC y La Razón. Lo llamó “una operación de acoso y derribo” necesaria en la que presionar a los tribunales fue una herramienta consciente: “Sin duda por reflexión o instinto, los medios reaccionaron atizando algunas situaciones. Ése fue el caso de los conflictos y el papel de la justicia. Al atizar el fuego en ese sector, se favorecía la erosión de González”. Esa referencia a la utilización de la justicia resulta muy conocida en los tiempos actuales.

A González lo describían como una amenaza para la democracia. El ataque fue idéntico con Rodríguez Zapatero, tanto por la Ley de Memoria Histórica como por las negociaciones para conseguir la disolución de ETA. “Es usted quien se ha propuesto cambiar de dirección, traicionar a los muertos y permitir que ETA recupere las posiciones que ocupaba antes de su arrinconamiento”, dijo Mariano Rajoy a Zapatero en el Congreso en 2005.

Sánchez le estaba esperando en el debate televisado de 2015. “El presidente debe ser una persona decente y usted no lo es”, le dijo refiriéndose a los casos de corrupción en el PP. Rajoy le respondió que eso era “mezquino, deleznable y miserable”.

El guion de la crispación se ha repetido con Sánchez. No es que el PP y los medios de la derecha se hayan opuesto a medidas relacionadas con la política catalana, como los indultos a los condenados del procés y la ley de amnistía, lo que es perfectamente legítimo, sino que afirman que el presidente ha destruido el Estado de derecho y la propia existencia de la democracia. A partir de ahí, los ataques a la familia sólo son un paso más.

Alberto Núñez Feijóo dijo esta semana que no quería convocar a la mujer de Sánchez a la comisión de investigación del Senado que controla su partido: “Entiendo que este tema es muy delicado, me interesa la política limpia”. En realidad, había denunciado antes que “la corrupción económica de la trama (del caso Koldo) afecta al partido, al Gobierno y a la casa del presidente”. El interés de Feijóo por la limpieza en la política no ha durado mucho. El PP amplió el miércoles el objeto de la comisión de forma tan genérica que ahora puede abarcar a asuntos que afecten a Begoña Gómez.

Afirmar en público que a la política se viene llorado de casa es una invitación a que se redoblen los ataques a la familia a la espera de encontrar el punto de ruptura, el momento en que cualquier político se viene abajo. Pueden contar con que al menos sus votantes crean que todo está justificado para acabar con ese rival al que desprecian.

En su libro 'Polarizados', Luis Miller escribe que la expresión “llorado de casa” no sería tolerada en cualquier contexto social –“donde hemos desarrollado normas fuertes contra el insulto o la degradación moral”–, pero sí parece ser aceptada en la vida política. Ahí existe una permisividad que no aceptaríamos en nuestra vida diaria: “La política, sin embargo, se ha convertido en uno de los últimos reductos contemporáneos del insulto y la agresividad verbal”.

En el PP hay vía libre para insistir en esa táctica. No siempre a través de comentarios anónimos, sino en discursos en el Parlamento y en ruedas de prensa. La diputada Ester Muñoz fue enviada por el partido para que recordara entre otros asuntos lo de las saunas propiedad del suegro del presidente y al día siguiente dijo que sólo había dicho “cosas que están publicadas por los medios”. Esa es la forma de hacer carrera en el grupo parlamentario del PP.

La familia sólo es una parte más del plan de ataque. No se utiliza con frecuencia. Sólo cuando se puede hacer más daño.

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