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Benditas mentiras

¿Creen que la ficción supera a la realidad? ¿Es al revés? ¿O es el lector de esa realidad o de esa ficción quien obliga a que nada muera ni a sus ojos y ni a su memoria, a que todo crezca como lo hace la hiedra, con convincente naturalidad? Dicen que el artefacto literario que es capaz de parecer pura biología emocional y orgánica tiene la perdurabilidad asegurada. ¿No ocurre eso cuando ficción y realidad pugnan en un mismo punto?

Esta serie de cuestiones bien podrían conducirnos a un autor y a un libro: Truman Capote y A sangre fría. La historia del origen de esta magnífica novela ya es conocida por muchísimos lectores. Lo que en un principio iba a ser un reportaje periodístico sobre un cruel, inhumano y sanguinario asesinato múltiple en Holcomb, Kansas, acabó convirtiéndose en una de las novelas más importantes e influyentes del siglo XX. Aquel volumen consiguió escurrirse magistralmente por las grietas donde la investigación policial y las pruebas científicas no tenían acceso: hasta la mente y el corazón de sus protagonistas. Lo cierto es que hoy apenas asumimos riesgo alguno si dejamos por escrito –una vez más- que aquel libro en el que Truman Capote invirtió algo más de cinco años, no sólo apuntaló las bases del nuevo periodismo norteamericano, sino que insufló oxígeno puro a un género en cuyo interior se agitaban ficción y realidad, novela y documental.

Recientemente The Wall Street Journal ha sacado a la luz nuevos datos sobre aquel macabro episodio de hace más de cincuenta años. Al parecer, esos inéditos documentos, archivados en el Kansas Bureau of Investigation (KBI) no se corresponden en absoluto con dos o tres capítulos de la obra de Capote. Y eso ha sido suficiente para que algunos medios y críticos afirmen que “La veracidad de A sangre fría queda en entredicho”. Lo siguiente ha sido dejar caer que la investigación del dectective/personaje Alvin Dewey no acabó siendo tan resultona en la realidad como el escritor plasmó en su libro. Se sugiere que, a cambio de que Capote tuviera acceso a toda la documentación del caso y los vecinos de Holcomb le abrieran generosamente sus puertas, quizá, quién sabe, a lo mejor, pudo someter algunos aspectos de lo ocurrido a cirugía literaria. Es decir, no dejar en una complicada tesitura al KBI.

Vale. Bien. ¿Y? Ahora podemos hacer dos cosas. Hablar de veracidad o de verosimilitud. Entender la obra como un documento netamente periodístico que busca aproximarse a la verdad o como un extraordinario texto literario. En resumidas cuentas: ¿qué era A sangre fría? ¿Un documento pericial determinante para un jurado popular o una novela? Yo, mirando hacia mis estanterías, les diré cómo la he incluido en mi biblioteca personal. Sencillamente como una estremecedora novela. Desde mi punto de vista, su voluntad de transitar terrenos deshabitados en este género es lo que la hace perdurable. Por eso agradezco que Truman Capote manipulara lo ocurrido a su antojo, que desdibujara las fronteras entre la realidad y la ficción, e incluso que afirmara que cuanto se recogía en esas páginas era la absoluta y única verdad -si es que lo hizo-. Porque sólo así, con esa libertad de movimiento y creación, es posible conseguir esa verosimilitud que algunos confunden con veracidad. Sólo así el artefacto literario es capaz de parecer pura biología emocional y orgánica. Porque, a fin de cuentas, ¿a quién le importa la veracidad en la literatura?