El día que Benedicto XVI hizo un retweet a Julia Otero

La renuncia del Papa llega en un semana curiosa. Una semana en la que se hace oír el clamor de la ILP (Iniciativa Legislativa Popular) mientras el Congreso se cierra a cal y canto, como en un cónclave vaticano, para escuchar a Mario Draghi, en la que el presidente Rajoy comparece (en su tercera acepción, como quien se planta frente a un tribunal) ante el director de The Economist para afirmar que no ha cumplido con sus promesas pero sí con su deber, la semana en que Jesús Sepúlveda se queda sin trabajo, Ana Mato sigue en su sitio y Rubalcaba continúa esperando a Godot, en esta semana, Benedicto XVI hace mutis por el foro y nos deja en manos de Dios.

El Papa claudica.

En su película Habemus Papam, Nanni Moretti –que no es profeta ni ostenta visión divina alguna– adelantó la cuestión. Allí vemos que después de aceptar el cargo, el cardenal que ha sido elegido Papa titubea sobre su deseo de asumir la investidura papal, originando toda una serie de despropósitos en el protocolo del Vaticano. Moretti utiliza esta trama para interrogar y desacralizar a la burocracia vaticana y recurre a un instrumento clave: el psicoanálisis. El Papa se comienza a interrogar a sí mismo acerca de sus anhelos, sus frustraciones, su vocación, al tiempo que se infantiliza al resto de los cardenales, colocando a la Iglesia entre la duda y la vulnerabilidad. Michel Piccoli, quien interpreta al Papa fallido, se va adentrando en una introspección y alejándose cada vez más del cargo hasta, finalmente, hacer crisis cuando sale al balcón del Palacio del Vaticano para saludar a la feligresía y renunciar a su cargo. El nombre del cardenal que interpreta Michel Piccoli en Habemus Papam es Melville, un guiño de Moretti al autor de Bartleby, el escribiente, quien ante cada tarea u orden que recibía contestaba indefectiblemente: “Prefería no hacerlo”.

Cuando un político “prefiere no hacerlo”, claudica y llega Mario Monti que sí sabe cómo se maneja esta empresa, o se cierra el Congreso sin luz ni taquígrafos –ni señal de móvil– para que susurre Mario Draghi.

A todas estas claudicaciones se impone una con especial cuidado: la claudicación del ciudadano, con la que se pretende una adaptación plástica o líquida de éste a la realidad. Esto significa desprenderse de la identidad propia y emprender aquello, sea lo que sea, que la realidad ponga en nuestro destino. Es lo que conocemos como la figura del emprendedor. Alguien que finalmente se resigna a no insistir en su proyecto para adaptarse a lo que sea, o para crear (en el caso de que pueda) su propia realidad (esa realidad que invoca Rajoy a la hora de aplicar una reforma aunque “preferiría no hacerlo”). El emprendedor no necesita a Dios. Es un Dios, según la descripción oficial.

El filósofo Zygmunt Bauman dice que Dios es un hecho social que no se puede negar por la sencilla razón de que surge sin que haya sido convocado, puesto que nace de la incertidumbre humana, y eso implica que existirá siempre o al menos hasta que se extinga la especie, ni un segundo antes. Pero la forja del nuevo individualismo implica también la creación de un “Dios personal”, un nuevo dios que, en palabras de Bauman, “se hace uno a medida, como de bricolaje”.

Vivimos en un tiempo en el que todo sufre un desplazamiento veloz y voraz: el país se convierte en una marca, los políticos mutan en tecnócratas, los ciudadanos en poseedores de papeles bursátiles sin valor, los parados en emprendedores. Nada mantiene su solidez original, todo está en un permanente deshielo y la mancha que extiende refleja nuevas (dis)funciones.

Darwin sostenía que ante el cambio no resisten ni los más inteligentes ni los más fuertes, solo quienes son capaces de adaptarse. El banco Sabadell, por ejemplo, atento a esta circunstancia, lanza, a modo de servicio social, una serie de entrevistas que modera Julia Otero. Esta semana quienes opinan sobre la cuestión son Luis Figo y Luis Enrique.

Es curioso: un banco ocupa el rol de un medio, convocando a una periodista y a dos figuras del deporte como líderes de opinión, un el papel que antes se hubiera adjudicado a un intelectual (otra especie en claudicación).

Benedicto XVI ha tirado la toalla y el Vaticano ha dejado claro que no es por falta de salud sino por carecer de la fuerza suficiente para ejercer su rol. Claudica. Razones no le faltan. Se aventura que se recogerá en un monasterio para meditar y rezar. Puede que también lea la prensa y que mantenga su cuenta en Twitter. Con lo cual, por qué no, es posible que se tope con la entrevista a los deportistas y le haga un retweet. Al fin y al cabo, son ellos quienes ahora predican desde el púlpito.