Breve apunte sobre las formas clásicas y modernas de la ignorancia (o preste usted atención a lo que consume)

Gustavo Dessal

Con su acostumbrado sarcasmo, Borges observó en una ocasión: “Los católicos creen en un mundo ultraterreno, pero he notado que no se interesan en él. Conmigo ocurre lo contrario, me interesa pero no creo”. Confieso (verbo muy apropiado para la ocasión) que siempre me he sentido muy identificado con la posición borgiana, posición que por otra parte no es tan sencilla de sostener, ya que no basta con decir “no creo” para que dicha afirmación sea cierta. Personalmente no me interesa el mundo ultraterreno por motivos religiosos, sino porque mi oficio de psicoanalista me obliga a confrontarme diariamente a un fenómeno asombroso y apasionante: ser ateo es prácticamente imposible. En el fondo de su corazón (que es la manera metafórica de decir “en el fondo de su inconsciente”), todo el mundo cree en Dios. Por supuesto, eso no implica que la significación de Dios sea necesariamente compartida ni se corresponda con la versión oficial de una determinada religión. Quiere decir que los seres humanos no pueden desprenderse fácilmente de la creencia en una instancia superior y omnipotente, causa de los bienes y los males, y a quien se le atribuye el trazado de nuestro destino. Freud descubrió muy pronto el origen subjetivo de esa ilusión, y la rastreó en la figura del padre. Dios es la proyección exaltada de la idealización del padre, a quien el niño concibe desde temprano como un ser revestido de misteriosos poderes. Poco importa que el padre real sea un genio, un pobre infeliz, un cornudo o un miserable. El padre, más allá de su presencia exitosa o fallida, es por antonomasia un elemento simbólico, algo que nos distingue de la condición animal. Su función no guarda relación ninguna con la vida en el sentido biológico del término, y para nada se confunde con la función genitora, como cada vez queda más claro gracias a esas extrañas maravillas que los científicos consiguen hacer revolviendo entre células y demás mundos microscópicos. Dejar de creer en Dios supondría poder desprenderse de la creencia inconsciente en un padre poderoso, capaz de ocultarnos la horrorosa verdad de que la existencia no tiene sentido, ni fundamento, ni garantía alguna, que nada nos ampara de la muerte, que no hay más allá, y que el único principio cierto por el que estamos gobernados es el de la incertidumbre.

Si alguna vez creímos que guillotinando reyes, fusilando zares y exterminando curas cambiaríamos realmente la historia y haríamos de la razón la única guía que iluminaría nuestro camino, no cabe duda de que erramos de cabo a rabo. Freud estaba muy dividido respecto de eso que se llamó la Ilustración. Obviamente, era alguien que se adscribía a la corriente del pensamiento científico, que se identificaba con el Siglo de las Luces, y que por ende tenía una posición crítica respecto a la religión. Freud (como Marx y otros grandes), formaba parte de aquellos genios surgidos de la tradición ilustrada que concibieron la religión como algo que pertenece, por estructura, al orden de la “falsa representación”. En ese sentido, Freud fue mucho más radical que Marx, dado que este último, a pesar de su visión crítica, no dejó de sostener una idea de la Historia que, bajo la figura redentora del proletario, dio continuidad al mesianismo cristiano. Sin embargo, Freud tuvo una posición crítica respecto de sí mismo. Escribió Moisés y la religión monoteísta después de haber considerado que la religión era algo que podía ser superado, pero no olvidó nunca que él mismo había acuñado una expresión extraordinaria: la religión privada. Es decir, no solo se ocupó de la religión en el sentido amplio del término, sino también de la religión privada, que es uno de los nombres de la neurosis. La neurosis es en definitiva eso: una religión privada, el mundo fantástico que cada uno se crea para soportar la crudeza de lo real. La neurosis obsesiva, con su ritualización de la vida, su cortejo de observancias morales, preceptos, escrúpulos de conciencia, tentaciones, transgresiones, mandamientos y penitencias, nos muestra con toda claridad la íntima relación que existe entre la neurosis y el sentimiento religioso de la vida.

Lacan, formado en la educación católica, dedicó una gran parte de su enseñanza y de su investigación clínica a considerar hasta qué punto era posible, para un sujeto, la superación de la creencia inconsciente en el padre, en el sentido de un ideal protector. Desprenderse de esa creencia no es algo que pueda elegirse a voluntad (del mismo modo que uno no abjura del padre como lo hizo Salvador Dalí, salvo cuando se está rematadamente psicótico) y por ese motivo Lacan consideró que el ateísmo era algo que solo podía obtenerse como resultado de un psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. Dejar de creer es algo muy diferente, por ejemplo, de lo que pensaba Kafka: su profunda melancolía no se derivaba de la conclusión de que Dios no existe, sino de que nos ha abandonado. A la vista de la actualidad española, dejo al lector la entera libertad de decidir cuál de estas dos posturas le parece más conveniente para reflejar lo que nos sucede: que Dios no existe, o que nos ha dejado librados a nuestra suerte. Una vez más confieso (es difícil entrar en estos temas y no comenzar a contagiarse de ellos) que últimamente estoy reconsiderando mi ateísmo. No diré que empiezo a creer en el buen Dios, pero el actual gobierno me vuelve cada vez más verosímil la figura del Genio Maligno cartesiano.

El día 29 de octubre del año 1974 Lacan pronunció en Roma una conferencia de prensa. Uno de los periodistas le interrogó sobre la religión, y el psicoanalista francés le respondió con esta frase: “Los seres humanos solo piden eso, que se atemperen las luces. La luz en sí misma es absolutamente insoportable”. La Ilustración fue para Lacan tan solo un poco de luz, incluso más de lo que los seres humanos podemos soportar. Al igual que Freud, Lacan desconfió tremendamente de la idea de progreso, y por eso siempre sostuvo que Dios no había muerto. Más aún, predijo el resurgimiento cada vez mayor de las religiones, como lo demuestra hoy en día la creciente extensión de los fundamentalismos. La luz que el absolutismo científico arroja sobre nuestras vidas, reduciéndolas a una visibilidad cifrable, resulta absolutamente imposible de soportar. El ser humano no puede tolerar tanta luz, y necesita algo de sombra. Y es allí donde la religión acude: para atemperar, un poco, la intensidad de esa luz. Efectivamente, avanzamos cada vez más hacia la luz, ese ideal de la ciencia que es su máxima metáfora. Lo que no se distingue tan claramente es la tiniebla que ese mismo ideal va generando a medida que se afirma.

Resulta muy sencillo decir que las religiones sobreviven porque en el fondo del ser humano no hay deseo de saber sobre la verdad. Eso es indiscutible, y quizás sea una forma simple de abordar la pasión de la ignorancia. Pero hay otro modo más complejo de tratarla: considerar que todo saber, a medida que se impone, genera al mismo tiempo una ignorancia específica, un desconocimiento cuyas consecuencias no está dispuesto a asumir. La ciencia, máximo exponente de lo que se considera un deseo de saber auténtico, no está exenta de padecer su propio efecto de ignorancia, eso que vulgarmente llamamos cientificismo, y que consiste en reemplazar a Dios por una versión no menos radicalizada de la Verdad.

Si la religión es el opio del pueblo, el cientificismo puede llegar a ser el crack. Por eso mismo en ambos casos hay que estar precavidos contra la sobredosis.

Moisésy la religión monoteístareligión privada