Los profesores de literatura tenemos más culpa que los videojuegos en el desprestigio de la ficción y en el abandono de la lectura por parte de las nuevas generaciones.
Llevamos más de cien años explicando de la misma manera los mismos autores, las mismas obras y las mismas figuras literarias; y no hay ninguna disciplina que soporte semejante inmovilidad.
Dado que las cosas no están funcionado, ¿por qué no ensayar algunos cambios? ¿Por qué no abandonar, por ejemplo, el supersticioso respeto a la ordenación cronológica en beneficio de otro que tenga en cuenta la edad de los alumnos y sus intereses reales?
En vez de dar vueltas concéntricas al mismo temario, que invariablemente empieza en la Edad Media y termina en la época contemporánea, ¿por qué no empezar por el final?
El primer contacto de un escolar con la historia de la literatura se produce en la Edad Media, algo que sin duda es lo más académico, pero no sé si lo más adecuado. ¿No sería más lógico empezar por la literatura contemporánea para estimular su apetito e ir formándolo como lector?
A medida que avanzaran los cursos nos iríamos alejando hasta llegar al Cantar de Mio Cid, un texto escrito en otro tiempo, en otro mundo y —reconozcámoslo— en otro idioma. Un texto cuya lectura requiere asistencia técnica.
Y aquí es donde hemos fallado, en el servicio de atención al cliente.
El profesor debe leer con sus alumnos como si comiera nueces: rompiendo para ellos el duro cascarón de la lejanía cultural y dándoles a probar el fruto, dulce o amargo pero tierno, que el libro elegido guarda en su interior.
Esta es la teoría, qué bonita.
¿Y la práctica?
¿Cómo se abre esa nuez?
¿Cómo se explica en la práctica a chicos de 15, 16 ó 17 años un texto tan alejado de nosotros, tan pestiño —al menos a primera vista— como el Cantar de Mio Cid?
El cascanueces
El Cantar de Mio Cid se parece más a lo que hoy nosotros llamamos novela que a lo que hoy nosotros llamamos poesía. Está escrito en verso, pero está escrito en verso por razones —digamos— accidentales, porque escribirlo en verso (es decir, usando renglones con el mismo número de sílabas y que además riman entre sí) era la única manera que tenía el juglar (el cuentacuentos, diríamos hoy) de aprenderse esta larga narración de memoria sin cometer errores.
Porque no debemos olvidar que la literatura se ha administrado siempre por vía auditiva y no por vía ocular. La gente escuchaba los libros, no los leía. Los escuchaba en la plaza del pueblo o en los caminos, en los hoteles —en las ventas—, donde concurrían personas de variada condición y procedentes de todas partes.
La lectura en silencio y en soledad es un fenómeno bastante reciente. Hasta hace doscientos o trescientos años la lectura era sobre todo un acontecimiento social, algo así como ir al cine.
El Cantar de Mio Cid tiene dos hilos argumentales.
El primero es la historia de Rodrigo Díaz de Vivar, un caballero castellano —mitad real, mitad inventado— que, injustamente desterrado de Castilla por el rey Alfonso VI (1047-1109), hace todo lo posible para que el rey lo vuelva a querer. Y al final lo quiere.
El segundo hilo es la historia de la guarrrada que los infantes de Carrión —sus yernos— le hacen a las hijas del Cid y de la civilizada reacción de éste.
Vayamos con el primer argumento.
Alguien —no sabemos quién—, ha dicho algo malo del Cid, no sabemos qué. El caso es que Alfonso VI lo castiga y lo expulsa del reino. El Cantar comienza precisamente en el momento del desahucio: antes de partir hacia Burgos —primera parada antes del destierro— el Cid se vuelve hacia su casa, y al verla vacía, con las ventanas abiertas, sin gente y sin muebles, se echa a llorar.
(Entre paréntesis: es curioso lo mucho que lloran los héroes épicos. Tan machos ellos, con barbas tan largas y a las primeras de cambio se deshacen como Magdalenas. Sería muy interesante estudiar cuándo dejan de llorar los héroes, cuándo cambia el modelo de masculinidad, en qué siglo, y por qué. El Cid llora mucho, pero no recuerdo que John Wayne haya vertido jamás una lágrima. Cierro paréntesis).
La primera mitad del Cantar cuenta los esfuerzos del Cid por congraciarse con el rey, cosa que al final consigue.
¿Cómo?
Muy fácil: desde el primer día del destierro, el Cid y sus hombres (porque no sólo lo destierran a él, sino a él y a su pequeño ejército) se dedican a conquistar ciudades y pueblos en poder de los musulmanes. Matan a los moros y se quedan con todo.
Naturalmente, después de cada victoria el Cid reparte el botín entre sus hombres, pero no se olvida nunca de apartar una generosa porción para el rey. Le envía un regalo, le envía dos; y al tercero, claro, ya lo tiene en el bote.
Pero lo que hace que el rey le perdone definitivamente no son tanto los regalitos como otro detalle: resulta que los hermanos Carrión —los infantes de Carrión—, dos chicos de muy buena familia y muy cercanos al rey, están empeñados en casarse con doña Elvira y doña Sol, las hijas del Cid. Aunque no le gustan como yernos, el Cid accede al matrimonio: en realidad no tiene más remedio, si quiere arreglar las cosas con el rey. Y el rey, claro, conmovido por su mansedumbre, lo perdona y le permite que regrese a Castilla.
Y aquí comienza el segundo hilo argumental.
Ya he dicho que al Cid le daban mala espina esos infantes de Carrión. Y no se equivocaba. Resulta que un día, ya casados con sus hijas, se escapa un león de palacio, y los infantes en vez de ayudar a capturarlo huyen despavoridos y se esconden. Tiene que ser el suegro quien resuelva el desaguisado para regocijo de todos los testigos y humillación de los yernos, que no tardarán en vengarse de él.
De vuelta a casa, a la altura de un robledal, en un pueblo llamado Corpes, en la provincia de Guadalajara, los infantes de Carrión, rabiosos todavía por el espantoso ridículo que han hecho con el león, desnudan a sus esposas, las maltratan y las abandonan, en lo que se puede considerar el primer caso de violencia de género documentado en la literatura castellana.
¿Qué hubiera hecho hoy un padre en una situación semejante? En el Regreso al Futuro de la semana pasada vimos cómo se las gastaban los militares en la Edad Media. Aunque no hace falta irse a la Edad Media. En nuestros días, cuando se produce uno de esos horrendos asesinatos de adolescentes, no es raro oír en las tiendas y en los taxis opiniones de sujetos supuestamente civilizados que sin embargo son partidarios del linchamiento sin juicio.
Pues bien, Rodrigo Díaz de Vivar, un tipo que vivió en el siglo XI, les da a todos ellos una lección de civismo y de respeto a las leyes. ¿Cuál es la reacción del Cid al enterarse de que han violado y torturado a sus hijas? Pues en vez de buscar a los infantes de Carrión para reventarlos y cortarles las orejas, el Cid pide justicia al rey, que es algo así como poner una denuncia en comisaría.
El rey atiende la petición y convoca las Cortes en Toledo, adonde acuden los infantes y el Cid, que lo primero que reclama curiosamente es la devolución de la dote: que le devuelvan su dinero.
(Abro paréntesis: una de las cosas que más sorprende del Cantar es la presencia constante del dinero. ¿Dónde se ha visto que un superhéroe tenga problemas de liquidez? Pues el Cid los tiene, y se le ve muy preocupado por ello. Él se considera a sí mismo una especie de trabajador autónomo con familia a su cargo y con empleados a los que tiene que pagar todos los meses. Cierro paréntesis).
Seguimos en las Cortes. El Cid ha denunciado a los infantes. Y, entonces sí, con la autorización del rey, los reta a una batalla judicial, que demuestra quién tiene razón.
Vence el Cid, se anulan los matrimonios y como colofón a tanta alegría, los infantes de Navarra y de Aragón, con pinta de ser mejores yernos que los de Carrión, solicitan en matrimonio a doña Elvira y doña Sol.
Y así termina Cantar.
El Mio Cid como novedad literariaMio Cid
Hay dos maneras de leer un libro antiguo: como si fuera una pieza de arqueología o como si fuera una novedad literaria.
Lo leemos como una pieza de arqueología cuando buscamos en él restos de un mundo que no es el nuestro. Porque no siempre se ha vivido como vivimos nosotros, ni han estado vigentes nuestros valores, nuestras creencias y nuestra manera de ver y de sentir las cosas. Leer los libros antiguos como si fueran piezas de arqueología es un acto de humildad, el reconocimiento de que los occidentales del siglo XXI somos un granito de arena en esa inmensa playa que se llama Historia de la Humanidad.
Leemos un libro antiguo como si fuera una novedad literaria cuando buscamos en él nuestro reflejo, el reflejo de nuestro mundo, las constantes que se han mantenido a lo largo del tiempo, las coincidencias —que las hay—, entre aquellas personas y nosotros. Unos y otros somos al fin y al cabo seres humanos, y es asombroso comprobar lo poco que hemos cambiado desde los tiempos del Cid, lo mucho que nos parecemos al héroe del Cantar, al hidalgo del Lazarillo o al Sancho Panza del Quijote.
El estudio especializado de la literatura requiere, por supuesto, una lectura arqueológica de los textos. Pero en la escuela, tal y como están las cosas, no tiene sentido leer de esta manera.
En una situación de emergencia como esta, yo leería los libros antiguos como si fueran novedades literarias. Leería el Cantar de Mio Cid, se me ocurre a botepronto, como la historia de Rodrigo, un empleado que trabaja en una empresa de compraventa de suelo (al fin y al cabo, la llamada Reconquista no fue sino una gigantesca expropiación de tierra), y que es acusado falsamente por unos compañeros de trabajo que luego violarán a sus hijas, y relegado en el escalafón por Don Alfonso Cesto, el presidente de la compañía.
O mejor aún: leería el Cantar como si fuera una novela barata de ciencia ficción, en la que Cid se des-tierra literalmente: se ve obligado por una injusticia a abandonar el planeta y a buscarse la vida allende nuestra galaxia. ¿Acaso los moros que aparecen en el Cantar no son los mismos seres insidiosos y deshumanizados que los marcianos de las películas de serie B?
Sí, perdamos el miedo supersticioso a nuestros clásicos como han hecho los británicos con Shakesperare hace mucho tiempo; leamos el Cantar en clase con una versión traducida, mientras vemos una mala película de ciencia-ficción, fijándonos en las coincidencias narrativas o en el semejante tratamiento de los personajes.
Ya habrá tiempo, si conseguimos que esos incipientes lectores se interesen por los libros antiguos, de que los lean no buscándose a sí mismos, sino buscando en ellos a los otros.