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David Monteagudo, Premio Nobel 2013

Carlos González Peón

Dispongo de información confidencial que demuestra (entre comillas, esto) que el año que viene el Nobel de Literatura no será para un chino, ni un lituano, sino para un gallego. Monteagudo, se llama; David Monteagudo. Desde las altas esferas me aseguran que tiene todas las papeletas para ese premio y muchos más. Tiembla, Marías.

Dejen que les sitúe: David tiene 50 años y un cajón lleno de obras maestras. No exagero. David escribía, desde tiempos inmemoriales, en la intimidad del hogar e iba guardando los frutos de sus anhelos en un cajón sin cerradura, mientras soñaba con ver algún día recompensado el esfuerzo de levantarse cada mañana a las cinco para escribir antes de marcharse a trabajar a la fábrica de cartón. Es decir, que David además de escritor era también un trabajador, lo que demuestra que, contrariamente a lo que se piensa, no son, escribir y trabajar, actividades tan incompatibles como algunos nos quieren hacer creer.

Yo no sé cómo es que llega el manuscrito de una novela de David llamada Fin a la mesa de una editorial como El Acantilado, que tampoco es como Mondadori o Planeta, que publican cualquier basura. Tiene fama, El Acantilado, de pensárselo tres veces antes de darle al botón de seguir adelante con el proyecto equis. Con David, estoy convencido, se lo pensaron sólo una vez o ninguna. No hacía falta; su genio era evidente, tal como enseguida se ocupó la crítica de dejar claro con su desenfreno habitual.

Rosa Mora dijo desde El País que Fin “era uno de los libros más sorprendentes del año”. Esto se puede tomar de dos maneras: o bien el libro de David era realmente bueno o los otros no valían ni para encender una barbacoa. Una tercera posibilidad (de todas, mi favorita) es que lo “sorprendente” a lo que hacía alusión Rosa estaba no tanto en la calidad de la obra como en que semejante mediocridad hubiese logrado engañar a tanto incauto.

La prensa se volcó con él -lo cual puede dar una idea de la pobreza del panorama- destacando el carácter proletario del muchacho quizá en un intento de acercar la alta literatura a las clases bajas, tan necesitadas de un héroe local. Ni un solo diario, ni una sola reseña, ni un solo programa de televisión se olvidó de recordar en qué trabajaba el bueno de David. Desde La Vanguardia veían en él a Rulfo y Ferlosio y era, para ellos, Fin, Literatura Mayúscula, literatura de la de siempre: “sin incluir referencias literarias, sin metaliteratura, sin 'cultureta'” (Ara.cat). La literatura de la abuela, en definitiva, con el sabor de siempre y el aroma de las cosas bien hechas. Esto parece una estupidez pero para afirmar algo así hay que tener mucho valor y muy poca vergüenza. Care Santos (El Mundo), siempre tan generosa y con su hipermetropía habitual, veía ecos de Philiph K. Dick, Ray Bradbury y Cormac McCarthy con la misma pasmosa naturalidad con la que otros veían en Monteagudo al heredero del Hitchcock y Buñuel. Decían que era un joya en bruto y sus obras futuras obras, obras de culto. Todo esto sólo de Fin, insisto, su primera novela publicada, que no escrita. Después vendrían otras: Brañaganda, sería una. Y vuelta otra vez a revolcarse en el cieno de la desmesura. David obligaba “al lector a cuestionarse la forma de ver el mundo” (Público) en una obra escrita desde la “magistralidad de la perfección” (Canarias 7, renovando el lenguaje). Cada vez era más difícil hablar de él. La crítica, completamente desatada, se iba quedando sin elogios suficientes. Sanz Villanueva tuvo que verse en un auténtico aprieto para sentirse obligado a “apelar a la escritura cuidadosa, a personajes sugestivamente densos en un libro de disimulada hondura” (adapto la cita para minimizar el daño). “Una novela de pensamiento”, nada más y nada menos. Sanz Villanueva, señoras y señores. (Aplausos).

Imagínense ustedes el resto de los adjetivos para Marcos Montes, otra de sus novelas. Yo a estas alturas ya me conformo con improvisar un reseña con los restos de otras: “un texto exquisito y tierno” como un bizcocho “a caballo entre Kafka y Julio Verne” (Time Out), “que sabe cómo provocar angustia” (El País); “una nouvelle rotunda, redonda” (Avui), “redondísima” (Qué leer), “de lenguaje límpido” (El País) “y prosa de alta precisión” (Culturas). La novela perfecta, al fin. Otra vez.

Pero este cúmulo referencial, que en circunstancias normales podría orgasmar a cualquiera, no parecía ser, para uno que yo me sé, suficiente. Nunca es suficiente para quien está mal acostumbrado. Insinúan algunos que la crítica ha acabado haciendo de David un hombre caprichoso y ligeramente burgués. “Burgués” porque “ha podido dejar la fábrica para dedicarse a la literatura y ha tenido un segundo hijo”, tal como dicen en el diario Ara.cat, seguramente dirigiéndose a todos aquellos despistados que se habían olvidado del asunto de la dichosa fábrica esclavista; y “caprichoso” porque lo que realmente quería, David, tal como le cuenta al entrevistador de ese mismo diario, no era parecerse a todos esos pequeños genios que los críticos se empeñaron en utilizar como referente, sino a Borges. David quiere que cuando lo lean a él, se acuerden de Borges. Y ya puestos, también de Chejov, de Cortázar y de Allan Poe. Porque, puestos a pedir, mejor pedirlo todo que nada.

Y ahora presten atención: David Monteagudo tiene en la calle nuevo libro. Es una colección de relatos llamada El edificio. Unos relatos “eclécticos”, dice, de “lenguaje intenso y contundente”. Repite con la misma editorial, El Acantilado, por lo que es de suponer que repetirá también contactos en periódicos si no le han saltado los plomos a estos por culpa de algún ERE improvisado. Estén atentos a sus pantallas: sortearemos un perrito piloto entre los primeros que encuentren la reseña que haga de David el nuevo Borges español.

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